5 enero 2016
Yago ha quedado con esta chica. La conoce poquísimo, por no decir nada, de dos o tres conversaciones por Tinder, y le ha parecido maja. Sin más, la verdad. Maja como podría ser cualquier tía con la que ha hablado a lo largo de su vida. No cree que pueda forzar nada con ella, pues siempre ha creído que el amor, si llega, llega solo. Pero sus amigos le han insistido tanto en que tiene que salir a explorar otros cuerpos que al final, sucumbiendo a los “Pues no sabes lo que te estás perdiendo, tío”, ha decidido bajarse el maldito Tinder. Por probar…
Llega a la terraza del 100 montaditos. Es una calurosa tarde de mediados de junio, acaba de terminar los exámenes de la facultad y no le queda por delante más que un glorioso verano de aburrimiento, piscina e insomnio que contribuirán a que vuelva más despacio el invierno. Repasa mentalmente los consejos de sus amigos: “Muéstrate seguro de ti mismo”, “Hazle reír, a las tías les encanta que les hagamos reír”, “Nada de mirar por debajo de la barbilla o… que no se te note”, “Si insiste en pagar a pachas, déjala, que ahora van de modernas” y, el que más curioso le pareció: “Cuando te vayas a despedir, mírala muy fijamente a los ojos, baja hacia los labios, quédate sin decir nada unos segundos más de la cuenta y luego… le dices “hasta otra”, le das dos besos rápidos en las mejillas y te vas. Te llamará esa misma noche, ¡nunca falla!”.
Yago ni siquiera sabe si esta chica le va a gustar. Solo es la primera chica con la que pudo hablar por el chat. De banalidades fundamentalmente. Ni siquiera recuerda muy bien su foto, porque solo la miró un momento para darle al sí o al no, y no volvió atrás para verla bien. Pero se dijeron cómo irían vestidos: él, con unos vaqueros y una camiseta marrón con el logo de los Rolling. Ella, con un vestido morado y una flor en el pelo. Cuando llega, Yago la saluda amablemente y se ofrece a ir a por las bebidas cruzando los dedos para no aburrirse tanto como lo hizo mientras chateaban. Se apoya al mostrador y, mientras espera a que el camarero le sirva las dos cañas, su mirada se desliza inevitablemente por debajo de la barbilla de éste. Como sospechaba: la terapia no le ha servido para nada.