Agosto 2009
Desde la majestuosidad de los tiempos de los zares hasta el presente más cosmopolita: cada baldosa de San Petersburgo desprende historia, y en cada historia, podemos ver el pasado de los muchos rusos que todavía hoy, orgullosos de su ciudad, levantan la mirada cuando escuchan el elogio del turista hacia su querida Leningrado.
San Petersburgo es la segunda ciudad más importante del país más extenso del mundo, y eso no la hace sino más altiva. Elegante, imponente y sumamente atractiva, la ciudad se descubre ante el visitante como un museo al aire libre, donde las miradas duras de los transeúntes se entrecruzan con los suspiros de admiración de aquel que, contemplando sus calles, acaba de toparse con una más de sus bellísimas iglesias luteranas.
Cada foto que se toma en las calles de San Petersburgo es una instantánea de los momentos en los que se recrea el viajero, y aun así nunca estará a la altura de la imagen mental que éste atesorará, con la certeza de que se ha aunado en un solo recuerdo la belleza de los edificios, la fragilidad de los canales y la propia seguridad de que se necesita tiempo para cansarse de una ciudad como esta.
Las iglesias más importantes y, con seguridad, las más impactantes a los ojos oscuros del oeste
de Europa son aquellas en las que las paredes interiores se ven revestidas de mosaicos dorados y coloridos, como es la Catedral de la Sangre Derramada, cuya fachada exterior es tan llamativa y tan característicamente rusa que no podrá dejar de recordar de algún modo a la Plaza Roja de Moscú. Y por si fuera poco, prendido ante el lujo de los iconos que recubren techos, bóvedas y paredes en forma de pequeñas piedrecitas, habrá de concentrarse también para comprender las leyendas, sucesos y batallas del Imperio Otomano, de la época de los zares y del Cristianismo presentes en mucha de la iconografía rusa. La imponente belleza del exterior, junto con la sobrecogedora fuerza del interior, hacen de esta iglesia una visita obligada en la ciudad.
Pasear por San Petersburgo es de por sí una experiencia para los sentidos, pero más aún lo será visitar el Museo Hermitage. Y es que ninguna visita a Rusia puede darse por satisfactoria sin una parada en este gran edificio verde que, mirando hacia el río Neva, contiene una de las colecciones más importantes de pintura y escultura del mundo antiguo. Así lo atestiguan las estatuas de Miguel Ángel, los cuadros de Picasso y las escalinatas doradas que un día sustentaron los pasos de la princesa Catalina, pues suponen un reclamo importantísimo que nada tiene que envidiar al del Louvre de París.
Las afueras
San Petersburgo goza de una amplísima oferta cultural, no sólo para aquellos que disfrutan del arte, sino también para los que anhelan conocer los acontecimientos que forjaron la cultura del lugar. La rusa, tan reconocible en las populares matrioshkas como en la Guerra Fría o en la Revolución, ha sido de las más convulsas, pero también ha sido esplendorosa y rica en la época de los zares, y todo ese lujo ha dado paso a un legado histórico que bien merece la pena observar.
Recorriendo las numerosas habitaciones, cámaras, jardines y fuentes del Palacio de Pedro Primero el Grande, fundador de la ciudad, la sensación de estar visitando las estancias casi de la mano de personajes sacados de Guerra y Paz es vívida, y no será difícil hacerse una idea del estilo de vida, maneras y costumbres recurrentes en los siglos XVIII y XIX.
Rusia, que es un país de contrastes, sabe que tiene mucho que ofrecer pero decide no exponerlo al mundo entero, y por eso guarda con celo este pequeño trozo de tierra en el que un día pasearon las personas de la más alta nobleza. La estela de lujo, belleza y armonía que dejaron a su paso concuerdan bien con el ideal de la Rusia clásica, elegante y zarista al que vuelven la mirada los rusos en los momentos en los que quieren recordar por qué son como son.