Más de seiscientas personas han pasado las Navidades deambulando por las calles de la capital. Unidos, buscan protección ante el rechazo social y el frío invierno de este año, que trae aún más dificultades a una vida cargada de obstáculos.
Febrero 2009
Hacía años que en Madrid no caía una nevada tan intensa como la de este año, pero mientras los niños juegan a tirarse bolas y los mayores aprovechan para fotografiar el paisaje inusual, los albergues de acogida y comedores sociales se colapsan intentando dar cobijo a las más de seiscientas personas sin hogar que recorren las calles de la capital cada día, sin nada más que hacer que intentar acelerar el paso del tiempo. “La calle es un aburrimiento, no hacemos más que colas todo el día: en el comedor social, en los baños públicos, en el albergue… Yo duermo en la T4 de Barajas porque este año está haciendo mucho frío, mucho más que otros años, y allí los del botellón no me molestan y la policía tampoco. Solo echan a los rumanos, pero a mí ya me conocen y me dejan tranquilo”, cuenta Israel, canario de nacimiento pero gato de adopción, mientras se sopla en las manos en un intento por entrar en calor. Estudió Criminología y ahora lleva ya doce años viviendo en la calle, cerca de la Estación de Atocha, y pese a que se considera afortunado de no haber vivido los doce en la calle, sino a intervalos, sostiene que nunca se acostumbra uno a esa vida.
Lo mismo opina Manuel, que hace no mucho perdió su empleo como afilador de navajas. Para él, que sólo lleva un año en la calle, hay todavía mucha esperanza, pero Manuel la ha perdido toda. Con una sonrisa melancólica y unos ojos distantes, que rehuyen al interlocutor, da a entender que quiere salir de esa situación porque echa de menos su vida con sus amigos de la juventud. Ahora ya no le queda nadie: “La Navidad fue lo más duro, pero el día de Reyes estuvo mejor porque comimos todos juntos en el comedor de las Adventistas. Ese día no nevó, por suerte”, cuenta mientras otro de sus compañeros asiente y comenta por lo bajo: “Menos mal porque si no, no hubiésemos encontrado sitio en ningún lado…”.
Y es que la nieve es bonita, sí, pero sólo si se mira por la ventana de una casa bien acondicionada, desde la comodidad de un sofá mullido y con una taza de té caliente entre las manos. Para aquellos que no cuentan con un lugar donde refugiarse del frío, la nieve no es más que el peor de los muchísimos inconvenientes y dificultades con las que tienen que lidiar a diario y que, para la mayoría de la gente, pasan desapercibidas.
A ojos de la sociedad que les observa cada día no tienen nombre, ni cara, ni identidad, solo saben de ellos que deambulan por la ciudad intentando ser ignorados, encerrados en su realidad paralela de hastío y descontento para seguir huyendo de las miradas indiferentes de la mayoría. La cotidianeidad que encierra un desayuno completo, un papel higiénico un poco más suave o una llave del buzón con tu nombre alto y claro, son detalles a los que estas personas ya no tienen acceso porque las circunstancias de su vida les han sido desfavorables en muchos sentidos. Unas veces de manera casi intencionada y otras de forma azarosa, han terminado viviendo en la calle con una manta y, con suerte, un saco de dormir como únicas pertenencias.
Las personas sin hogar o los sintecho, como se les conoce comúnmente, eran en su mayoría ciudadanos de a pie que no se diferenciaban en gran medida de cualquier trabajador de clase media que abunda en la ciudad. Muchos de ellos incluso tienen estudios, pero en sus vidas se desencadenaron casi al mismo tiempo una media de entre 8 y 15 situaciones traumáticas –desempleo, enfermedad, adicciones, pérdida de un familiar, depresión…- que, al desembocar en una pérdida de la red social (amigos y familia por un lado y compañeros de trabajo, por otro), dieron lugar a su situación de indigencia. Si dicha situación se vuelve crónica en el tiempo, prolongándose más allá de los dos años, la persona perderá definitivamente su estabilidad económica anterior y será muy difícil que su vida se reestablezca de una manera equilibrada. Por consiguiente, en la mayoría de los casos una actuación rápida y eficiente en el primer año puede dar lugar a una pronta normalización en la vida de dicha persona.
Este supuesto, que sólo ocurre en un 15% de los casos, es la manera más usual de que una persona sin hogar vuelva a contar en su vida con las comodidades más básicas de que disponía anteriormente. El desarraigo y la falta de proyectos futuros, así como la desesperanza que acompañan este tipo de cambios vitales, son los motivos definitivos por los que una persona se estanca y se resigna a vivir la vida en la calle, con el asfalto como colchón y las farolas como único foco de luz al horizonte.
A las inclemencias climatológicas y la situación de necesidad constante en que sobreviven estas personas hay que añadir la violencia estructural que les convierten en víctimas, entendiendo por ello que, si bien la sociedad muchas veces les señala como atacantes y desestabilizadores de la convivencia ciudadana, muchas veces son ellos mismos quienes sufren las consecuencias de la violencia física y del rechazo social.
Desde mi experiencia, muchos son personas alegres con ojos que brillan de humor, parece que las andaduras de la vida difícil y solitaria no han mermado sus ganas de bromear y tomarse el pelo unos a otros. Pero un silencio de solidaria pesadumbre cae en el ambiente cuando recuerdan el caso de aquella mujer indigente quemada viva en un cajero en Barcelona, en el 2005. “En los cajeros se duerme fatal, son muy pesaos… entran y salen cada dos por tres y están borrachos, y al final mira lo que pasa… Les han condenado, se lo tienen merecido: 22 y 25 años de cárcel. A ver si cuando salgan no encuentran trabajo y se quedan en la calle como nosotros y como esa pobre mujer”, opina Israel con vehemencia, con la mirada dura y enfadada de pura indignación.
Según Jesús Sandin, coordinador a nivel nacional de la ONG Solidarios para el desarrollo, más de un 50% de las personas que viven en la calle sufren agresiones tanto físicas como morales, y el 50% restantes no las sufre porque se refugian donde no puedan ser vistos. “En la calle no hay derechos: la policía deja de ser quien te protege y te ayuda para ser el que te molesta y te echa de donde estás. La ley no les ampara, las instituciones no evitan el problema, sólo actúan cuando es demasiado tarde”, explica con seguridad, intentando dejar bien clara la preocupación que le despierta el que los políticos deleguen esta tarea en manos de los voluntarios, quienes pese a su buena voluntad, carecen de la experiencia y los recursos necesarios para mejorar la situación de este colectivo. Un colectivo que ha existido siempre y que, hasta hace no mucho, se consideraban casi apestados de la sociedad, los vagos y maleantes.
Félix, sin perder ni un momento la sonrisa, recuerda con humor cómo una vez, durmiendo en el mismo cajero donde echa su colchón cada noche desde hace ya más de dos años, un chico joven que volvía de fiesta tuvo un detalle amable con él: “Me dio diez euros y me dijo: ¨No tengo billete, sólo monedas, ¿te importa?¨ Y yo: ¡QUÉ ME VA A IMPORTAR! ¡Trae acá eso!”. Un coro de risas estalla tras las palabras del que, sin duda, es el líder de la cuadrilla. Y es que Félix, que lleva ya más años de los que puede recordar en la calle, ha envejecido más rápido que sus 38 años, pero conserva algo de niño y no puede evitar verse rodeado a menudo de muchos de sus vecinos sin hogar gracias a su carácter alegre y extrovertido.
Estos recursos emocionales son muy comunes entre las personas sin hogar, tanto es así que muchas veces, en aras de mantener el equilibrio mental y la estabilidad emocional, ellos mismos se juntan formando grupos y, en ocasiones, uniones sentimentales. “Conocemos a una pareja de novios que llevan juntos muchos años. Pero es una relación algo tóxica, no muy sana, basada en intereses extraños.”, explica Lola, otra de las voluntarias de Solidarios que lleva en la ONG desde septiembre y para quien conocer mejor este mundo ha cambiado totalmente su visión de la pobreza. Jesús Sandin, a su vez, explica que las relaciones entre personas de este colectivo no son convencionales, están muchas veces basadas en intereses de tipo económico o también por cuestiones de seguridad: “Él es alcohólico y ella lo aguanta porque las mujeres, aunque son en proporción muchísimas menos, tienen más peligros y más inseguridades, entonces se emparejan para evitar que les hagan daño. Otro recurso muy utilizado por ellas es no ducharse en meses, estar lo más sucias y malolientes posible, para evitar violaciones, por ejemplo. Pero está bien que se agrupen, porque separados son lobos, pero juntos son una manada, hacen asentamientos y así están protegidos”, explica con la misma convicción con que marcaba su tono de voz al hablar de los motivos por los que muchos de ellos rechazan vivir en albergues o casas de acogida: “La mayoría de albergues tienen unas normas que no quieren acatar, y en ellos sólo pueden estar unos tres días, lo que supone que luego han de irse de nuevo a buscarse la vida. Pierden su colchón en el parque, la vecina del tercero que le bajaba un bocata al mediodía y el señor del bar que le dejaba leer el periódico a diario con una taza de café. No compensa, sobre todo porque no hay intimidad, no es un hogar”. Para que las personas que viven en la calle puedan resolver su situación, necesitan no sólo recuperar la capacidad de lucha y de ambición, sino también sentirse valorados en un entorno cómodo y familiar, de ahí que establezcan lazos afectivos sin condiciones y traten de luchar contra el Síndrome de indefensión adquirida, según el cual se sienten desnudos y totalmente vulnerables hacia el exterior.
Intentando proteger sus escasas pertenencias, muchas veces tan simbólicas como una caja de cartón, es como ellos se perciben todavía parte de una sociedad en la que los objetos son necesarios y las personas lo son más aún, pues si importante es el bocadillo del mediodía y el periódico del bar, mucho más los son los cinco minutos de amable conversación con la vecina del tercero y la animada charla sobre política con el camarero del bar.