9 abril 2020
-A ver, Mari, te lo he explicado cien veces – me dijo-. Lo que sientes ahora no es lo que sentiste entonces. Es lo que sientes ahora por lo que sentiste entonces.
-No entiendo nada, Arturo. Cuando te pones filosófico no hay quien te aguante.
Soltó una risotada – le encantaba que me metiese con él – y me agarró por los hombros con las dos manos, firme. Su mirada me hacía daño, porque daba a entender que no iba a parar hasta que me entrase en la mollera. Y yo solo quería cambiar de tema.
-Es muy fácil. Tú crees que estabas enamorada porque ahora sientes ese amor de entonces. Pero eso no significa que en ese momento sintieses amor. Es lo que sientes ahora por lo que sentiste entonces. Hija, más claro imposible… Si no lo pillas, yo, ya…
Era la década de los 80 y acabábamos de salir de la facultad de filosofía y letras cuando mantuvimos esta conversación. Íbamos de camino al metro con sendas carpetas en las carteras y muchos, muchísimos apuntes. Éramos tan normales, tan sin más, que me sorprende que pueda recordarnos, como si lo más normal del mundo habría sido que yo misma nos hubiese olvidado. A veces me pregunto si, durante un tiempo, incluso fue así.
Hoy ya han pasado los años, ya no somos aquellos catedráticos medianamente jóvenes y llenos de entusiasmo que fuimos, pero seguimos siendo tremendamente normales, tremendamente sin más. Mientras veo a Arturo bajarse del tren y buscarme con una risotada colgada de los labios, telonera de un día estupendo, entiendo por fin que lo que siento ahora no es lo mismo que sentía entonces. Es mucho, muchísimo mejor, y me muero de ganas de decírselo.