Por fin, Catrina

17 diciembre 2015

Manuel era un escritor atribulado, siempre golpeado por una idea palpitante, siempre arrasado de lágrimas, de gritos que se agolpaban en las comisuras de los labios, de puñetazos sobre la mesa contra la palabra fugitiva, de agudos deseos emanados de su piel. Bebía el alcohol de su propia saliva, se despertaba en la noche ahogado en su propio humo, y la gota le atacaba con la frecuencia de una amante despechada.

Su rutina era tan atormentada como su mente, pero daba buenos resultados. Pocas personas sabían que, tras esos libros cargados de peso y de verdad, se escondía un hombre al que la palabra huraño solo podría rozarle. El único contacto humano que tenía, aparte del estúpido autorcillo al que le vendía su identidad a cambio de un éxito que deploraba, eran las chicas del burdel que visitaba con la condición de no que no le hablaran con voz meliflua cargada de cariños y cielos. No era amigo de las personas, no era amigo de los animales, no era amigo de su oficio, pero no veía otra salida a su espiral de autodestrucción impía que emerger de las tinieblas y volcarlas en un papel. Esos momentos de redención, de victoria sobre su propio reflejo, le procuraban una íntima satisfacción a medio cocer, hasta que la siguiente línea se le atascara en la garganta.

Eran sus libros su peor enemigo, siempre poniéndole a prueba, siempre retándole a un duelo del que nunca salía vencedor, pues sus múltiples premios, aunque coronaran la estantería de otros, no le provocaban más que honda repugnancia y compasión por el ser humano. Huía de toda palabra amable que el autorcillo le reportara con la diligencia de su buen hacer; para él no eran más que morralla con la que moldear su propia tumba.

Manuel solo tenía una esperanza: que llegase pronto su musa para despertarle del letargo que, estaba convencido, le sumía en la más profunda de las mediocridades. Cuando lo hizo, cuando culminó la espera, sonrió y con un “Por fin, Catrina” cargado de dulzura, dejó escapar un último suspiro cansado.

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