La mirada perdida

Como Ángel nunca había ido de putas, no tenía ni idea de cuál era el protocolo. ¿La mano? ¿Dos besos? ¿Un abrazo lánguido, de esos que no se sabe muy bien quién se lo da a quién? El lugar era menos sórdido de lo que se había imaginado, pero aun así le picaba la nuca, signo inequívoco de que no quería estar allí. Estefanía se le acercó cuando apuraba el último trago y le plantó dos besos pegajosos que traían de regalo una bofetada de perfume barato. Sintió náuseas, pero se cuidó de hacérselo ver a ella; putero sí, pero caballero más.

A Ángel no le gustó nada aquella chica. Le pareció demasiado alta, algo ordinaria, y tenía la mirada perdida. No parecía haber pisado una librería en su vida. Aun así, guiado por la presión en su entrepierna, subió las escaleras y, durante varias horas, se dejó adular desnudo sobre la cama, agradecidos ambos por la magia de la pildorita azul que nunca falla.

Cuando llegó a su casa, Raquel lo recibió en la puerta diciéndole:

-Venga, enséñamelo todo. Dime que, por fin, has aprendido- con una sonrisa de deseo en la mirada.

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