1 octubre 2015
Verónica encierra su mano suave y tersa en la suya, llena de venas, arrugas y manchas, y siente pena. Es la primera vez que siente pena desde que sabe que va a morir. Verónica, no Verónika, no decide morir, pero no le queda más remedio porque tiene ya ochenta y nueve primaveras a sus espaldas y sabe muy en sus carnes que a todo hijo de vecino le llega su hora.
Cristina mira hacia arriba, clava sus enormes ojazos marrones en los pequeños ojillos grises de su abuela y siente alegría. Sin saber todavía ponerle un nombre, siente también una inmensa gratitud por esa abuela que le dedica tiempo, que la educa y le consiente, y a la que ella ve inmortal.
Verónica ya la echa de menos y querría ahora mismo poder tener la edad de su nieta y volver a vivir desde el principio. Cambiaría pocas cosas, quizá ninguna, pero saborearía cada momento como parece hacerlo Cristina, que aún está en esa maravillosa edad de verlo todo de colores.
Verónica entendió eso cuando empezó a pensar que le quedaba poco para morirse, por ley de vida. Luchando por no perderse las tardes en el parque, cotidianas y nada banales, trata de ver a través de los ojazos marrones de su nieta aquello que sus pequeños ojillos grises ya no le permiten ver. De esa manera, como si hubiese recuperado un poco la vida, tiene una segunda oportunidad antes de echar el telón de un escenario donde no se cuece nada especial pero todo encaja, funciona y fluye.
1 de octubre, Día Internacional de las Personas de Edad.