16 septiembre 2015
Macarena siempre había querido montar en globo aerostático. Siempre, desde que tenía uso de razón, le fascinaba cómo un globo, no tan distinto de los que veía en las fiestas de cumpleaños, podía llevarla a acariciar nubes, ver el vuelo de las aves de cerca y perder la perspectiva de lo grande o pequeña que podía ser una casa. Su madre le decía que algún día montarían y ella se lo iba creyendo, hasta que llegó la pubertad y empezó a leer mejor las señales que le enviaba su madre: detrás de un “sí, sí, ya iremos” siempre se escondía una cara de “que te crees tú eso”.
En plena adolescencia se dio cuenta de que no encontraba a absolutamente nadie que compartiese su fascinación y que estuviese dispuesto a escucharla durante más de un minuto hablar sobre lo increíble que era que un globo de tamaño considerable cargado de personas pudiese volar tan alto utilizando una técnica tan simple. Cuando ingresó en la universidad, Macarena empezó ingeniería aeroespacial. Allí conoció a su primer novio, un chaval insulso y medio tímido que le prometió pedirle matrimonio en un viaje en globo. Pero esto, como la mayoría de promesas, nunca ocurrió.
Macarena tenía ya 57 años cuando por fin logró la oportunidad. No tenía familia, vivía de alquiler y era bastante feliz con su trabajo de secretaria, puesto que nunca terminó la carrera. Había ido posponiendo el momento, unas veces por falta de dinero, otras por falta de salud, muchas otras porque no era el momento perfecto, sin saber que en realidad casi siempre fue por falta de iniciativa, por no saber decir que no al impulso vencedor del “bueno, ya lo haré, ¿qué prisa tengo?”.
El día en que salió por la puerta estaba contenta, nerviosa, emocionada porque por fin iba a ver el mundo a sus pies, pero terminó por dejar de ver el mundo del todo cuando las fuerzas, y con ellas la oportunidad de un sueño que siempre persiguió a medias, le flaquearon poco después del impacto de la maceta sobre su cabeza.