28 julio 2015
Lo que más le interesa a la gente es, sin duda, el Machu Picchu. Cualquiera sabe que es espectacular, una zona mística donde confluyen arte e historia. Las manchas de turistas siempre quieren saber sobre el Machu Picchu, y rara vez se paran a preguntarme algo sobre la plaza de armas de Cusco o incluso sobre Ollantaytambo, que es tan fascinante. Pero bueno, no se lo puedo reprochar, entiendo que lo que más les interese sea el Machu Picchu, al fin y al cabo es a lo que vienen, ¿no?
Llegar a Machu Picchu es sencillo, sólo hay que coger un tren que te lleva a Aguas Calientes y, desde allí, un micro. Nosotros, con el tour, hacemos esta ruta para que mis grupos no se pierdan la oportunidad de montar en el tren, porque es toda una experiencia.
Yo tengo cincuenta y tres años, y llevo trabajando como guía turístico para la zona de Cusco desde que tenía veintiuno. Me gusta mi trabajo, por el contacto con la gente y por el contacto con mis raíces. Siento un profundo orgullo cuando los turistas se quedan como colgados de mi boca al explicarles las anécdotas más interesantes de este lugar que, para mí, es mágico.
En todos estos años, como se podrán figurar, he vivido gran cantidad de momentos y de anécdotas. Sin embargo, el más extraño lo viví hace unas semanas.
Ocurrió justo después de que finalizaran las vacaciones de Navidad. Hacía un calor horrible los primeros días de enero, algo inaudito en esta zona, y yo no tenía ninguna gana de ir a trabajar. Mi única nieta, Andrea, acababa de celebrar su primer cumpleaños, que es el dos de enero, y estaba graciosísima descubriendo los juguetes que acababa de recibir, y yo no quería despegarme de ella. Mi esposa Paola me reñía constantemente porque parecía más chico que ella, decía, pero no podía evitarlo, se me caía la baba. Así que, por eso, recibí el día cinco al grupo de turistas más bien malhumorado.
Se trataba de un grupo de doce gringos, todos tan bien vestidos con sus cámaras de última generación, sus sonrisas siempre al punto. Reían bien alto y conversaban en un español fluido, pese a ser de los Estados Unidos, porque formaban parte de un programa innovador de una agencia de viajes tejana que combina las clases de español con visitas a países de habla hispana donde poder ejercitar su idioma con los locales, por apenas una luca gringa. Todos eran jubilados, pero parecían joviales y enérgicos, y se había creado el clásico ambiente pilas que siempre aparece en estos tours. Una de las maneras de darles a entender la diversidad de nuestro lenguaje es conocer diferentes países donde se hable español, así que la mayoría ya había visitado otros sitios como Argentina, España, México o República Dominicana. En consecuencia, hablaban un español amalgamado, con palabras de aquí y allá, y un acento gringo que lo sujetaba todo como podía. Era bien chistoso escucharles, siempre tan agradables conmigo, pero al principio yo no podía evitar sentirme malhumorado porque quería estar en mi casa de Wanchaq con la Andreíta, y descansando, que casi ni me había dado tiempo. Aquel grupo de jubilados eligieron un mal período, el calor está siendo demasiado intenso este año, y probablemente se preguntasen por qué el guía no estaba tan bien dispuesto a atenderles con chascarrillos y chilindrinas, como seguramente habían encontrado en otros lugares del Perú.
El primer día de aquel tour que habría de durar cuatro en la zona de Cusco, visitamos la ciudad, que permítanme añadir lo preciosa y rica que es. La plaza de armas es un regalo para la vista, insertada en la naturaleza, con todas las mujeres serranas que pasean de aquí para allá portando en sus recios brazos un trozo de tela de alpaca, una jarra con mate de coca o una pieza de cerámica artesanal. Estoy bien seguro, créame usted, de que el paraíso se encuentra por estas latitudes, y es por eso que no todos soportan bien la altura, porque el paraíso no está abierto para todos. Siempre les digo a mis turistas, entre risas y chascos, que si sienten alguna náusea, deberían ir prestos a confesarse al párroco don Damián, allá en la catedral, porque es una señal de que Dios les está vetando la entrada al Cielo.
Al final del primer día, cené con el grupo en un local muy coquetón en la misma plaza de armas, en un balconcito que da a la catedral. La música local y las conversaciones en torno al chicharrón y el pisco sour no eran suficientes para acallar el griterío de ese grupo de gringos, cuyo buen humor ya lo hubiese querido yo para mí.
Lo cierto es que, entre aquel grupo, había una mujer que no hubiese llamado la atención de nadie, a no ser que ese alguien hubiese sido observado con tanta insistencia como lo estaba siendo yo. Resultaba inquietante, si le digo la verdad, porque era tan silenciosa y apocada que no la veía venir, y de repente, ahí estaba, a mi lado, sin decir ni mu, sólo mirándome con unos ojos azules y saltones que impresionaban casi tanto como su cuerpecito encorvado, minúsculo, tan tela como una plumilla de paloma. Se llamaba Katerina y, de no ser por una mata de pelo blanco y fosco que abultaba más que ella, como el algodón, hubiese parecido más joven de lo que seguramente era. Al principio, me daba algo de lástima porque, en un grupo tan grande y bien avenido, ella era la única que se movía sola, como un fantasmilla que sigue al grupo, nada más que observando lo que le rodeaba, sobre todo a mí. Algunas mujeres en el grupo trataban de hacer amistad con ella, pero veían que era como escupir en un lago y dejaron de intentarlo. Y ella, para qué mentir, parecía aliviada cuando la dejaban perdida en sus mundos.
Aquella noche en el restaurante cuzqueño, estaba si cabe más lorna que durante el resto del día, mirándome como trasportada, sin casi probar bocado de aquellas delicias, ¡que casi hasta me ofendo! Yo me hubiese sonrojado si no lo hubiese estado ya por efecto del pisco sour, pero cuando me achispé lo suficiente para dejar de pasar vergüenza, decidí devolverle la mirada con la misma insistencia, pensando que eso sería suficiente para hacerle caer los párpados. Para mi sorpresa, la buena mujer que bien me sacaba diez años, me sonrió, ¡estaba coqueteando, la muy ruca! La situación me hizo tanta gracia que, en vez de palta, lo que sentí fue risa, y eso fue suficiente para que la muy ganza se pensase que estaba yo de coqueteo también.
Cuando terminamos de cenar eran alrededor de las nueve de la noche y una de las más animadas propuso tomar una última en algún bar de por ahí. Cusco es bien conocida por ser una ciudad movida, con sus discotecas y chinganas, pero igual me pareció que este grupo enorme de viejos gringos llamaría demasiado la atención. Así con todo, no me dejaron mucha elección y les llevé al local más abandonado que pude pensar, deseando que se pasase pronto la noche.
Katerina me seguía mirando en todo momento, sin bailar con los demás, sin conversar con nadie, simplemente bebiendo un pisco sour tras otro. Yo me había pasado a las chelas, pensé que el caldero sería menos fuerte y la Paola no se enteraría de la juerga por trabajo. El grupo en general era bien animado y no paraban de convidarme a las cervezas y a decirme lo bien que lo estaban pasando, que a pesar de ser cochos seguían disfrutando de unos bailes, y que eso en su país hubiese sido impensable. Se reían y se movían con muchísima vitalidad, todos menos Katerina que sólo me miraba apartada.
Cuando llegaron las doce de la noche, yo llevaba encima una bomba de aúpa y no me sentía con ánimo de coger el coche, que nunca se sabe, así que llamé a la Paola y le dije que me quedaba en el hotel de los turistas, que total me conocían y me darían una habitación, que estaba huasca como para conducir.
En cuantito que colgué el teléfono, me acerqué a la Katerina y le planté un beso de película, de esos con mucha lengua, y ella se dejó hacer, la muy carretona. El grupo estaba pasándoselo tan bien que no nos vieron salir por la puerta de atrás y echar una canita al aire en el patio trasero de la discoteca, entre los cubos de basura y algún gato despeluchado, entre gemidos del esfuerzo y susurros de prisa, entre el jale que no sabía que ella tenía y el paleteo que nos traíamos entre manos. Una experiencia, sí señor, tan divertida como chapucera.
Aquella noche, Katerina y yo dormimos en la misma habitación abrazados como si nos uniera algo. Volvimos a hacer el amor por la mañana de mala manera, ya más por no estar ahí callados, porque verdad es que la Katerina por la mañana no me pareció nada atractiva, y seguramente yo a ella tampoco. Cuando bajamos a la sala de desayuno, lo hicimos separados por diez minutos, que no queríamos despertar sospechas, y todo el grupo nos saludó sin chanzas, con toda la naturalidad del mundo. Si sabían o no, no me quedó nunca claro.
Aquel día visitamos Sacsayhuaman y Ollantaytambo, y allá también, la Katerina seguía mirándome con esos ojos saltones, sin pestañear. Iluso de mí, pensaba que tras la cana al aire se le habría pasado la obsesión por mirarme fijo, pero ella seguía allá clavándome esos ojos que parecía que iban a salir a darse un paseo. Fíjese si soy lenteja, que no creo ni que estuviese escuchando mis explicaciones, y vaya si me distraía que estuviese mirándome con tanto ardor. Ese mismo día decidí increparle, pero en la noche no encontré valor para apartarla de mí, que estaba encendida, la muy ruca, y volvimos a hacerlo, en la habitación del hotel esta vez, y cuando terminamos, cualquiera estaba con energías como para ponerse a dialogar sobre trascendencias. Yo no suelo sacarle la vuelta a la Paola mucho, pero volvió a tragarse mi cuento, o fingió tragárselo, yo creo que a la mujer ya le da igual y sabe que soy un palero y ni rechistó, y esa noche volvimos a dormir la Katerina y yo estrujados en la cama minúscula, yo comiéndome sus pelos blancos y ella aguantando mis ronquidos.
El tercer día marchamos a Machu Picchu, donde habríamos de pasar una noche en Aguas Calientes para regresar al día siguiente y partir en avión a Lima, donde otro guía monse se haría cargo ahora de la mañosa de Katerina. Partimos, como le decía ahorita, en el tren y, cuando llegamos, estábamos tan cansados que casi no tenían ganas ni de visitar el Machu Picchu, pero no les quedó otra que aguantar mi cháchara sobre incas e incautos, sobre el sangrón de Bingham, el Templo del Sol y la Plaza Sagrada.
Al atardecer, bajamos a Aguas Calientes y nos alojamos en el hotel más lujoso que había por allá, y aprovechamos los baños termales que nos aliviaron el cansancio, una medicina tradicional tan maravillosa como erótica. Ya se imaginarán ustedes cómo se me lanzó al cuello la Katerina en cuanto me descuidé, con esos brazos y esas yucas tan larguiruchas, que era imposible escapar de ellas. Me pregunté si no estaría templada, si no cometería una locura, que con esa cara de destornillada que se gastaba la mujer no me hubiese extrañado, así que decidí afrontarlo y le pregunté así, a bocajarro, si sabía que lo nuestro no era más que pura diversión, simple choque y fuga, que yo tenía a mi buena señora esperándome en mi hogar y que ella tenía que volverse a Texas y olvidarse. Entonces ella, que apenas me había hablado en todos esos días, demostró ser una buena charlatana y, en un español casi perfecto, se echó a reír como una loca, que parecía aún más loca que de costumbre, y también llorando a la vez, me contó su historia.
Por lo visto, la buena de Katerina había estado casada hacía diez años con un señor llamado Mario de la zona de Arequipa. Con él había tenido dos hijos, un varón y una hembrita, pero no se veían nunca porque hacían su vida en Miami, dejándola a ella sola con su agonía, según dijo hipando. Añoraba a su esposo, que había muerto así, sin avisar, y había venido al Perú con la esperanza de cumplir ese sueño de conocer su país, que nunca visitaron juntos porque él siempre tenía que trabajar. Había logrado reunir fuerzas para venir, por fin después de años de voltear la cabeza cuando veía un latino por la calle, pero había vivido los primeros días en el país con la sensación de vacío en el corazón. No había sentido nada en ningún momento, ni congoja ni emoción, ningún tipo de sentimiento que augurara un reencuentro con sus recuerdos. Paseando, cámara en mano, como una turista más, no sentía el calor de las tradiciones que el padre había inculcado a sus hijos, ni el vibrar de un espejismo cualquiera que le trajese de vuelta a su marido, aunque fuese en forma de ilusión. Cuando consideraba su amor muerto con el tiempo y el olvido, me vio y, siendo la viva imagen de su esposo, notó cómo se le inflamaba el corazón y le sobrevenían de golpe todos los momentos.
Nada más terminar su historia, tan bien contada en un español muy suyo, con los ojos saltones llenos de lágrimas, me miró muy fijo y dijo:
-Cuando te vi en el hotel supe que eras tú, Mario, y que merecíamos vivir una segunda luna de miel, porque me abandonaste tan pronto…-. Tenía la expresión un poco enloquecida y sentí cómo me daba un saltito el corazón. Entonces, yo traté de explicarle que me llamaba Adolfo, que Mario no era, pero no me dejó continuar, siguió mirándome con sus ojos saltones de embeleso, que me daban miedo y que no admitían reproches. Era como si se hubiese vuelto loca de repente, como si al decir en voz alta lo que le ocurría se hubiese abierto la caja de la cordura y, de pronto, no supiese con quién estaba hablando. Entonces, siguió en inglés, mucho más alterada:
-Ay, Mario, me has abandonado en lo mejor de la vida. Cuando teníamos a los niños criados, cuando por fin podíamos vivir nuestro amor sin ataduras, vas tú y te mueres, dejándome sola, solísima, que a los niños los criamos mal porque me han abandonado también. ¿Es ese el concepto de familia que se vive en tu país, el de abandonar a tus seres queridos? Mario, podías haberme llevado contigo, pero hasta en eso fuiste egoísta. Te extraño tanto, pero tú te has ido sin preguntarme, decidiste que querías irte y que te ibas y punto-. Entonces, hizo una pausa larga, infló el pecho todo lo que pudo y, mirándome perdida, estalló:
-Te has ido con esa, ¿verdad?-. Aquí yo me asusté de veritas, no me parecía la misma, con ese fuego en los ojos saltones, y entonces comenzó a gritar y a echarme en cara no sé cuántas infidelidades y abandonos y desprecios, y yo me acordé de mi Paola, tan buena ella, cuidando de Andreíta en nuestra casa de Wanchaq, ella sola, y me dio tanta culpa que se me escapó una lágrima a mí también, fíjese usted, un hombre hecho y derecho, viejo si quiere, llorando de culpa. Y ella seguía moqueando desconsolada, la Katerina, y yo no sabía qué hacer para calmarla, si seguirle el juego y fingir ser el tal Mario y pedirle perdón, o intentar sacarla de su ofuscación, pero ella hablaba sin parar, sin dejar que la interrumpiese. Por fortuna, poco a poco se fue calmando hasta quedarse tranquila, como desinflada, y yo pasé la noche mirando al techo, trastornado también, pensando cómo una persona puede sentirse tan mal habiendo recibido la reprimenda que le corresponde de la persona de la que menos se lo merece.
La Katerina se despertó como si nada a la mañana siguiente, la muy zapatilla. Empacó sus cosas con calma, como si no se acordase de nada y se marchó sin despedirse, con los ojos mucho más relajados, ¡nada que ver! Quizá la buena mujer sólo necesitaba su segunda luna de miel y decirle a su marido todo aquello que no le dijo en años, descargar toda la furia que le hacía sentirse mal para recobrar la paz que le correspondía, o qué se yo.
Por mi parte, volví a mi casa en Wanchaq y le dediqué a mi mujer todo el tiempo de que fui capaz hasta que el siguiente tour me hizo marchar. Sin embargo, desde aquello que me pasó con Katerina, no he podido zafarme de esta sensación de culpabilidad, que me hace imaginarme a la buena de Paola desquiciada como la Katerina, saltándose al cuello de cualquiera, y sintiéndose tan infeliz por mi culpa, y no puedo con eso, de verdad que no, porque la Paola siempre ha sido una mujer dedicada, una buena mariachi. Y yo creo que la Katerina era un poco bruja o algo y me pasó su malestar, porque yo siempre he sido un poco patero, un poco pendejo, y nunca me había sentido mal, pero como que me ha transmitido lo que sentía y ahora ella estará despejada y mansa y yo no, ni un poquito. Y por eso se lo cuento a ustedes, aquí en la intimidad de esta chingana, para ver si yo también consigo sacarme de encima esta angustia que no me deja ni dormir y vuelvo a ser el que era, un poco tramposo, sí, pero también bastante zanahoria.