13 julio 2015
Se encontraba tirado en el parque pensando en quien un día le dejó bien claro que se pasó horas y horas disparando esperanzas desde su oficina. Era su manera de decir que no se rendía ante la improbable tarea de lograr los fondos necesarios para el tratamiento, aquel que carcomía las entrañas de la única persona a la que quiso de verdad. Siempre sospechó que tenía un corazón de piedra incapaz de sentir nada por nadie, pero tras cogerle de la mano por primera vez se dio cuenta de que un poco sí que sentía.
A las seis de la tarde Mauricio se levantó y se sacudió las manchas de hierba del pantalón mientras crecían sus ganas de fumarse un cigarrillo. Se contuvo, primero porque llevaba solo tres monedas en la cartera y le tenían que durar hasta el final del día, y segundo porque no quería que ese momento de debilidad marchitara lo que con tanta fuerza de voluntad le había prometido. Cómo le brillaban los ojos en ese momento en que él por fin lo pronunció: “Sí, te lo prometo, dejaré de fumar. Pero lo hago por ti, no porque a mí me apetezca…”. Qué fácil es hacer feliz a un niño, pensó, conmovido por la transparencia de su sonrisa al ver que éste era sincero.
Mauricio comenzó a andar hacia la salida del parque casi abrazando en su pecho aquel papel que le auguraba un tratamiento a su sobrino y volvió a rememorar el momento en que aquella desconocida potente y racional le dejó bien claro que se pasó horas disparando esperanzas desde su oficina. Finalmente logró salvarle de la enfermedad que lo carcomía, pero no sin el precio de obligarle a prometer que algún día le devolvería a su vez ese favor a la vida.