10 junio 2015
Érase una vez una niña llamada Rocío que siempre tenía sueño. Se levantaba cada mañana a las 8.30, apurando la paciencia de su madre, y se vestía frotándose los ojos en un intento por despabilarse. Luego arrastraba sus pequeños pies hasta el baño, donde se apoyaba en una mano mientras llenaba la otra para lavarse la cara como si fuese un gatito, derramando la mitad. Mientras tanto, escuchaba los gritos de su madre desde la cocina diciéndole que se diese prisa, que iba a llegar tardísimo a clase.
Se sentaba en la mesa de la cocina para desayunar y no pocas veces se quedaba dormida encima del brazo, mientras la otra sostenía a duras penas la cuchara sobre el tazón de cereales. Su madre entraba en la cocina y le daba una colleja para despertarla, pero de poco servía porque en cuanto salía se volvía a dormir. En consecuencia, pocas veces terminaba su desayuno. Cuando llegaba a clase, tarde por haberse dormido en el autobús y haberse saltado una o dos paradas, sus amigos le decían que tenía siempre los ojos rojos. Las profesoras se enfadaban porque se quedaba dormida y le ponían notas a sus padres, mientras que los profesores preferían despertarla con golpes en el pupitre. En el recreo todos iban a jugar a la pelota, pero ella no tenía energía y prefería sentarse en un banco y luchar por mantener los ojos abiertos ante lo que ocurría en el mundo. No era hasta por la tarde, cuando comía y tenían un recreo largo, que Rocío se despertaba un poquito.
A medida que se acercaba la tarde, Rocío iba recuperando la ilusión por el día, porque se acercaba la noche. A eso de las 5 tenía los ojos muy abiertos y las piernas se le balanceaban en la silla, deseando poder salir escopetada en cuanto sonase la campana. Llegaba a casa corriendo, mirando por la ventana y sonriendo como si fuese su cumpleaños y una gran fiesta le aguardase en la cocina. Pero nada más lejos de la realidad; tenía la casa para ella sola durante toda la tarde y por delante muchas, muchísimas horas para leer todas aquellas historias que, aunque le robaban horas de sueño, le regalaban los momentos de profunda felicidad que la realidad siempre se guardaba para sí misma.