8 junio 2015
Hace un calor insoportable y a Jorge le caen las gotas de sudor por la espalda, se le pegan a la camisa y le hacen pasar vergüenza. Sobre todo ante la chica que está a su izquierda, que parece tan aburrida y cansada como el resto. Fuma tranquilamente y juguetea distraída con el móvil, esperando a que salga ya de una vez, y Jorge se ha fijado en que va demasiado arreglada para un trabajo como este. Supone que es precisamente la larga espera en tacones y la ausencia de sombra lo que la hace dar saltitos de un pie al otro, como queriendo desentumecer los pies hinchados ya de tanto rato.
El sol inclemente de Sevilla se vuelve aún más cruel en estos meses y Jorge, que viene de Gijón, teme no poder soportarlo. Mira el reloj por decimonovena vez en ese minuto y saca un cigarro, con la esperanza de amenizar la espera, y le tiende uno a su compañero, que está tan aplatanado como él. Luego, con la excusa de hablar con la chica, finge no tener fuego y le pide a ella el mechero que le vio sacar hace tan solo un ratito.
Es más maja de lo que parecía y pronto se están riendo juntos. El silencio de la espera que momentos antes reinaba en las puertas de Alcalá de Guadaíra, en ese suceder de minutos en los que no sucede nada, se ha visto interrumpido por la conversación que acaban de iniciar. Él se fija en cómo sonríe ella, porque se le forman dos arrugas graciosas a ambos lados de la nariz. Ella nota cómo él no desvía su mirada hacia abajo ni un momento. Cuando está a punto de pedirle el móvil, Isabel Pantoja decide aparecer por fin y la avalancha de periodistas que se agolpaban a las puertas de la cárcel rompen la magia del momento y dispersa a la multitud, y entonces Jorge abandona de un porrazo la idea que empezaba a cocinar en su cabeza de que ser periodista del corazón, en el fondo, no está tan mal.