5 junio 2015
Elena era una chica de catorce años que tenía la capacidad de volverse invisible. No era magia; simplemente podía volverse invisible. Nadie la veía, nadie la tocaba, nadie le hablaba. Estaba ahí, en un grupo y, de pronto, se volvía invisible. Podía observar lo que ocurría a su alrededor, podía ser testigo de cómo se comportaban los demás, podía analizar lo que acontecía sin necesidad de ser partícipe. Los demás hablaban, se tocaban, se miraban, se reían, se preguntaban. Y ella, mientras tanto, solo observaba. No decía nada, para no delatarse; simplemente se quedaba ahí, siendo invisible, tratando de entender mejor por qué era invisible.
De vez en cuando hacía un amago de abrir la boca pero siempre desistía porque sabía que no iba a hacerse oír por encima del resto de voces que se imponían con fuerza unas sobre las otras. Al final, Elena se iba y nadie nunca lo notaba.
Un día Elena se llevó una sorpresa enorme. Estaba como siempre amalgamada en un grupo de personas imbuida en su invisibilidad cuando vio que un chico a su lado la miraba fijamente. La miraba con dos ojos redondos como platos y con la boca cerrada con fuerza, sin pestañear. Parecía sorprendido, parecía un poco aterrorizado a decir verdad. Elena, al darse cuenta de que le estaba mirando, enrojeció y le dijo: “¿Puedes verme?”. Y él dijo que sí. “¿Y tú a mí?” más con deje de afirmación que de pregunta. Cuando Elena le dijo que sí, ambos sonrieron profundamente y entonces el grupo entero enmudeció y, cobrando por fin consciencia de sus presencias, les preguntaron que cómo se llamaban.