5 mayo 2015
«Con el viaje tan largo que me espera y este avión lleno de capullos…», piensa Irina disgustada. Había previsto dormir durante todo el vuelo, pero todo apuntaba a que tendrá que pasarse las cuatro horas de avión aguantando los molestos codazos y los continuados «perdón, sorry, perdón» del tío a su lado. Abre el botecito de somníferos que le ha recetado el médico, pero finalmente decide no tomarse nada porque ya hace bastante que no le hacen falta.
Lo habría entendido si hubiesen tenido veinte o veintipocos años, pero ellos deben pasar de cuarenta. Lo habría entendido si el vuelo fuese desde o hacia un lugar como Ibiza o Mikonos. Pero están yendo de Belgrado a Copenhague. Él y sus amigotes se dan collejas, se ríen, se retuercen en el asiento, se llaman a gritos y se insultan, se ríen más fuerte, se levantan, se tiran sobre el asiento… Uno de ellos se duerme y empiezan a sacarle la foto de rigor que les permitirá reírse de él cinco minutos, antes de relegarla para siempre en el olvido. Para más inri, a los pocos minutos de despegar empiezan a pedir cervezas, una detrás de otra, hasta pasar al vino. Menos mal, la borrachera hace que se apoltronen en la butaca y entren en un sueño que otorga una inusitada calma a la cabina.
Irina entonces le mira un momento y se sorprende de lo muy familiar que le resulta. Esa nariz achatada, ese pelo engominado, esas cejas pobladas. Y recuerda.
Era su último servicio y estaba nerviosa, contenta y al mismo tiempo cargada de ganas de terminar pronto. Se había dedicado al vetusto oficio desde que cumplió la mayoría de edad porque había sido un buen modo, fácil y rápido, de ganar dinero para irse cuanto antes de una casa donde su padrastro la insultaba y su hermanastro la tocaba con lascivia. Había sido un trabajo intenso y en ocasiones más extenuante para la mente que para el cuerpo, pero le había permitido ahorrar lo suficiente como para juntar una pequeña cantidad para irse a Dinamarca a trabajar como bailarina exótica por un sueldo mucho más alto. Había oído que las serbias estaban cotizadas y estaba dispuesta a descubrir si era verdad.
Ese día en que realizó su último servicio, miró las agujas del reloj con el ansia de quien ya tiene las maletas hechas. Recibió a su cliente, un hombre de mediana edad bien parecido que enseguida se mostró demasiado altivo para una ocasión en la que, generalmente, suelen mostrarse más bien intimidados. A pesar de que ella le dijo que no la besase por activa y por pasiva, él insistió tanto que terminó por rendirse, aferrándose a esa idea de que el cliente siempre tiene la razón. Cuando terminaron, él exigió completar la hora con un baile sensual, por lo que tuvo que vestirse y desvestirse de nuevo mientras él luchaba inútilmente por recuperar su erección. Cuando el reloj marcó la hora volvió en insistir hasta robarle un último beso a destiempo.
Irina le dejó un momento mientras se vestía para ir al baño sin imaginar que él se iría dejándola empantanada, sin pagarle lo que, con esfuerzo, sudor y rabia, se había ganado.
Ahora Irina lo ve dormir a su lado, sintiéndose inocente, y la botella de vino tinto apenas abierta que tiene en su mesita se ofrece frágil y vulnerable, dispuesta a recibir entre sus paredes de cristal la dosis perfecta de somnífero como para acabar con un león.