29 abril 2015
Sofía es menudita, rubia y con cara de ángel. Tiene la sonrisa fácil, se sonroja a la mínima de cambio y las pestañas arañan las lentes de unas gafas que conserva desde que era una niña. Es amable con todo el mundo, incluso cuando tiene un mal día, y no le hace falta maquillarse mucho porque su piel, pálida natural, parece de por sí nacarada. Lo mismo pasa con sus ojos azules, que ya resaltan de por sí lo suficiente como para necesitar ningún tipo de accesorio artificial. Ella, además, suele hablar suave, siempre pidiendo las cosas por favor y dando las gracias, manteniendo la mirada del interlocutor, y no duda en tocar al que tiene enfrente para aumentar la sensación de cercanía.
Sofía parece más joven de lo que es. Cualquier diría que tiene veintitrés o veinticuatro años, cuando en realidad tiene treinta y uno. Será por esas faldas floreadas que suele vestir, o por las manoletinas llenas de detalles que gusta calzar. Incluso a veces todavía le piden el carné al entrar en las discotecas, o dan por hecho que sigue siendo estudiante. En no pocas ocasiones le han preguntado si se dedicaba a la enseñanza, y cuando ella decía que no, solían decirle «qué pena, yo creo que se te darían bien los niños».
Sofía aún no lo sabe porque solo acaba de empezar a trabajar, pero sus años de arduo esfuerzo van a verse recompensados muy pronto porque es muy buena en lo que hace. Estudió ingeniería civil, nada que ver con esos puestos de profesora, enfermera y secretaria que todos se empeñaban en designarle, y le encanta ver cómo los edificios, puentes y carreteras van tomando forma bajo sus designios. Como ese entusiasmo supura de toda ella, sus jefes valorarán ese esfuerzo y dentro de nada la ascenderán en su trabajo. Pero cuando sea capataza de obra y tenga bajo su cargo a un puñado de hombretones que no pueden tolerar cómo esa mujer menuda y angelical, una niña prácticamente, les da órdenes y les corrige… Entonces empezará el verdadero desafío.