21 abril 2015
Manu está cansadísimo porque ayer se fue de juerga, pero tiene que ser responsable y acudir diligentemente a la oficina. Se pone esa estúpida corbata, regalo de cumpleaños, se enfunda un traje perfectamente planchado -gracias, mamá, aunque ese gracias no llega a pronunciarlo jamás-, se quita el pendiente de la oreja, se peina y se pasa la mano por la mejilla, echando de menos su barba. Se la tuvo que afeitar el día en que firmó el contrato, y recuerda que mientras los pelitos bajaban por el desagüe se acentuaba la sensación de encorsetamiento y de desarraigo, como si se despidiese con pena de quien realmente es.
Sale de casa veinte minutos más tarde de lo que debería y al llegar al metro ve que, para variar, además de atestado llega con retraso. Bosteza, recuerda a la chica con la que se dio cuatro besos la noche anterior a la salida del local y le manda un sms matutino; con suerte quiere quedar esta noche. «Error al enviar el mensaje. El número solicitado no existe», le devuelve con una patada el terminal. Amargura sobre amargura, y encima quedan tres días para el viernes…
Cuando llega el metro se sube y se aplasta contra un señor y una chica que también parecen muertos de sueño. Se ha apretado la corbata más de lo necesario, o ¿por qué esta sensación de que le falta el aire? El trasbordo a la línea 1 se le hace más largo de lo normal, pero por suerte este vagón está más vacío y encuentra dónde sentarse. Lucha con todas sus fuerzas para no dormirse y comienza a pensar en las tareas que dejó pendientes el día anterior. No se le ocurre nada y, al final, se le cierran los ojos y se duerme.
Llega a la oficina una hora tarde; su jefa le dice que lo mejor será rescindir su contrato de becario y le da una charla sobre la importancia de la profesionalidad y de la responsabilidad. Mientras, Manu finge escucharla pensando en que tiene su puntito y, sonriendo para sí mismo imaginando la bronca de sus padres, le inunda un alivio infinito.