14 abril 2015
Teníamos esa clase de química que rara vez encuentran las personas, pero cuando le dije «sí» a casarnos porque Mauricio ya crecía en mi interior, esa química ya había dado signos de empezar a desvanecerse. Yo siempre pensé que la química que une a dos personas está clara desde el principio hasta el final y nunca se disuelve en la rutina, pues para algo es química, pero en este caso lo hizo como un azucarillo en el líquido amargo. Me quedé con cara de tonta en el instante en que me di cuenta de que estaba lanzándome al vacío con una telaraña como arnés, pero era demasiado tarde para recular.
Los siguientes diecinueve años los pasé en casa, prácticamente. No te exagero; me levantaba, hacía el desayuno para mi marido y los niños -tuvimos cuatro, todos chicos-, ellos se iban y pasaba la mañana cocinando y arreglando la casa. Por las tardes como mucho salía a hacer la compra, pero pronto volvía a casa. El fin de semana lo pasábamos aparcados frente al televisor, porque todos estaban demasiado cansados como para hacer nada. Y yo, con ellos, no porque él me tuviese prohibido salir ni mucho menos, era que yo, simplemente, me había aburrido de la rutina y no le veía la gracia a pasear si no había un motivo claro. Sin razones, ¿para qué? Ni se me ocurría que pudiese haber una alternativa a esa vida.
A veces, como ahora, me retrotraigo a aquel «sí» tembloroso que le dije cuando simplemente dejó caer el «pues habrá que casarse, ¿no?» tras mi noticia. Me retrotraigo y quiero creer que yo era una persona distinta por aquel entonces. Ahora que he recuperado la química que un día perdí, una química que esta vez me une a mí misma y a la vida que elijo vivir, me esfuerzo por ver las diferencias entre quién soy ahora y quién era entonces y deseo con todo el corazón ser la clase de persona que ahora diría «no» ante esa lacónica propuesta. Para que, al menos, estos diecinueve años no hayan sido en vano…