9 abril 2015
Mariela le miró a los ojos y sonrió con profunda emoción. Él, preguntándole cuánto tiempo hacía que no se veían, la cogió de la mano para tranquilizar ese torrente de lágrimas que no podían dejar de caer ordenadamente, por turnos, como si esperasen su momento de redención.
Ella acababa de salir de un coma en el que era consciente de todo a su alrededor pero no podía articular palabra. Él había ido cada día antes de ir a trabajar y cada noche al salir del trabajo a verla, a leerle historias que encontrase por ahí y a ponerle al día de lo que ocurría, convencido de que no tenía que desconectarse de la vida para cuando, el día menos pensado, volviese a ella.
Y, efectivamente, un día volvió. Abrió enormes sus ojos azules como si acabase de echarse una siesta y, al encontrarse sola en la habitación, entendió que lo que lo había echado de menos hasta ese momento era incomparable a cómo lo echaba de menos en ese preciso instante.
Cuando la enfermera le llamó y él lo dejó todo para correr a abrazarla, le preguntó cuánto tiempo hacía que no se veían, entendiendo por verse el mirarse a los ojos y verse los dos a la vez, sin barreras, sin telones, sin oscuridad, y ella le dijo que hacía exactamente un segundo, dos y tres, pues nunca había dejado de verle en su día a día, en su cocina mientras preparaba su zarangollo, en el baño mientras se afeitaba, en la calle mientras iba al trabajo, en la cama mientras lloraba su ausencia. En todos los momentos en los que ella luchaba con todas sus fuerzas por derrumbar esa pared en su cabeza, había estado él detrás animándola y, por eso, nunca lo había dejado de ver dándole la fuerza necesaria para salir de aquel pozo del que solo ellos dos confiaron en que saldría.