7 abril 2015
Y qué pena tener que despedirnos de nuevo, cuando no hace sino segundos que os fui a buscar a la estación de tren, dando saltitos contenta por la calle, como la niña que siempre soy cuando me refugio sobre vuestro regazo. Y qué alegría que hayáis venido, que hayamos recuperado un poco de ese tiempo que se escurre como arena entre los dedos, tiempo del que me siento tan culpable por estar desperdiciando. Qué bien que, sin necesidad de hacer nada, hayamos encontrado esa vía de en medio entre sentirse en casa y estar de vacaciones.
Qué sonrisa más apagada en ese adiós contra el cristal del tren, sabiendo que dentro de nada habrá un reencuentro y que, como tal, le seguirá el adiós. La vida, qué maldita, siempre dándonos solo segundos para disfrutar de las buenas cosas. Menos mal que tenemos una gran capacidad de retención, en la mente y en el corazón, para poder revivirlas cuando sintamos que nuestro fuero interno se marchita. Esos recuerdos me aferran a la idea de que no estoy sola incluso si es domingo y no hay paella en toda la ciudad.
Me vuelvo a mi casa, que me acoge en su infinito vacío, con el buche lleno de comida rica y el alma con el arañazo del adiós y de la resaca de los días compartidos. Por suerte el calendario, que es mi aliado en este momento, me saluda desde la mesa recordándome que el «hasta pronto», en el fondo, nunca queda demasiado lejos, porque así lo queremos las dos.