31 marzo 2015
Leïla se divierte pasando una rama de un árbol por el muro. Uno dos tres, va contando, cuatro, cinco, seis… Solo tiene seis añitos y en el cole ya les están enseñando a contar, y como Leïla será una mujer inteligente, despierta y curiosa, ha aprendido a contar hasta cien mucho antes que sus compañeros. Sigue recorriendo este muro mientras da pequeños saltos y la rama se va despellejando en el extremo, soportando a duras penas el roce contra el gris cemento.
En este muro hay algunas pintadas, pero Leïla, aunque sabe leer, no se para a mirarlas a menos que tengan colores llamativos o algún dibujo bonito. Pero es raro, la mayoría solo muestran consignas, quejas, gritos, frases hechas, frases bonitas, reclamos al cielo. Leïla sigue recorriendo el muro, sin preguntarse qué divide porque su conciencia de niña pequeña no le permite ver que los muros dividen, que se levantaron con un propósito mucho más duro que el de aliviar su aburrimiento matutino. Para ella, ese muro es tan inocente como las paredes de su casa, y quién sabe si no se sentirá en realidad protegida por ellos, más que encerrada.
Leïla termina por llegar a un esquina, porque ese muro da una especie de rodeo que forma una suerte de habitación al aire libre. Apoyada en la esquina, ve a una niña más mayor, de unos 10 años, jugando con una pelota contra el muro que poco antes aguantaba su arañazo. Con la naturalidad de una niña pequeña, olvida el interés que pudiese suscitarle su rama y se acerca a ella, quien pronto le revelará que se llama Samy y que tiene en realidad doce años, no diez. Es simpática y pasan el resto de la mañana jugando juntas, a pesar de que la segunda le doble la edad. El estruendo que hacen los señores con cascos que construyen ese muro que las protege no parece molestarles, y su risa casi se oye por encima de las montañas. Por fin, Leïla ha encontrado una amiga con la que sentirse a gusto, de igual a igual.
Al día siguiente, Leïla se despierta muy contenta de saber que tiene una nueva amiga para jugar esas vacaciones. Recuerda cómo Samy compartió con ella su preciosa pelota y le enseñó gran cantidad de juegos, y cómo se reían cada vez que oía el estruendo de las obras del muro diciendo que era la tierra, que se había tirado un pedo. Cuando llega al punto donde el día anterior torció a la derecha para entrar en ese reducto que aún quedaba abierto, encuentra el muro enorme, gris, imponente y macizo que la separa del otro lado y, con la naturalidad propia de una niña de 6 años, llama con los nudillos convencida de que, como todas las puertas del mundo, se abrirá para dejarla pasar al otro lado y seguir disfrutando con su nueva amiga en la que ya es su parte favorita de Belén.