24 marzo 2015
Tendrías que verle mientras recuerda a aquel chaval. Se ríe, con una inevitable mueca de pena, al recordar cómo lo recibieron en su casa al sur de Valonia y vivió con ellos unos tres o cuatro años. Recuerda perfectamente cómo se emocionó al ver al perro de la familia, un cocker llamado Sable -Arena- que al final terminó cayéndole hasta mal. A su hermana no llegaron a conocerla nunca, pero la asistente social le dijo que estaba en buenas manos, con una familia al norte de Bruselas. Quedaron en que mantendrían el contacto, aunque las evasivas por parte del otro matrimonio les hicieron desistir. Finalmente, se enteraron pocos años más tarde que iniciaron los procesos para adoptarla.
Jacques y Christine se lo pensaron durante un tiempo también, pero en cuanto Fader llegó a la adolescencia decidieron que no sería buena idea. Ya se intuía que sería un poco bala perdida, y confirmaron que no querrían más problemas que los justos cuando encontraron unas pastillas extrañas en el bolsillo de su mochila.
Jacques y Christine se consideraban bastante liberales y, habiendo crecido en un país con diversidad religiosa, querían que Fader se acercase a esas raíces de las que siempre renegó. Les costaba aceptar que renegase de su padre, quien robó todo lo que tenía su madre en Francia y volvió con su primera esposa a Argelia, dejándola empantanada y sin más remedio que repartir a sus dos hijos en sendas familias de acogida. Por más que Fader tratase de explicarles sus motivos para rechazar aquel país que recorría sus venas, Jaques y Christine le llevaban a veces a traición a la mezquita y le recordaban la fecha de inicio de Ramadán, sin causar ni una mínima impresión en el chaval.
A sus quince años, sutilmente, echaron a Fader del hogar e iniciaron los procesos de adopción, esta vez sí, pero de una bebé china. Fader no sentía más apego del que aquellos padres de acogida sentían por él, pero le dio pena y pereza perder esas comodidades y volver al centro de menores.
Muchos años más tarde, Jacques piensa en él cuando lee en el periódico el destrozo que un tal Fader ha hecho en Mons. Pero no quiere recordar. Tendrías que verle mientras piensa en aquel chaval y se dice que no, que cómo va a ser el mismo. Se ríe en una mueca extraña para esconder la vergüenza que le enciende al leer que ha estado dando tumbos de albergue en albergue, a sus cuarenta y un años, hasta terminar así. La noticia da detalles de su vida anterior al incidente; acaba de separarse, tiene un hijo de veintitantos años y tendría una hija que, de no haber muerto a los nueve meses de muerte súbita, estaría ahora en plena edad del pavo. Luego vuelve a mirar la foto y, aunque no lo consigue, lucha por gritarse mentalmente que no. Que no es él. Que-no-es -él, se dice.
¿Cómo va a ser él? Ni se parece… Como no podría ser menos, le faltan varios dientes y tiene la clase de mirada que tiene la gente sin horizonte. Si Christine estuviese ahí le despejaría del todo la duda. Le diría que ellos, aunque brevemente, le dieron una educación, un poco de afecto y mucha libertad de espíritu. Nada, no es él, se dice, no es. Jacques sigue sonriendo en esa mueca tan torcida mientras echa el periódico a la chimenea y se acuesta convenciéndose de que no. Que no es él. Que-no-es -él. Y punto.