Lavandería B-X-L

3 marzo 2015

En las lavanderías de esta ciudad pasa una cosa extraña: nadie se conoce, pero todo el mundo charla amigablemente. El ambiente es el de una sala de espera, con la diferencia de que no existen las tensiones antes una mala noticia del médico, el miedo ante el dolor del dentista o la preocupación del cómo me quedará de la peluquería.

En esta donde estoy ahora hay gente tan dispar que querría iniciar un estudio sociológico, solo para comprender mejor qué ambiente se respira verdaderamente en las ciudades cuando no hay prisas, ni miedo, ni preocupación; solo tiempo.

Una chica rubia y bajita vestida en chándal, universitaria Erasmus me atrevería a decir, se pasea de la lavadora a la secadora arrastrando por el suelo las medias y mostrando su lencería íntima a los hombres que la miran de reojo. Tiene un chupetón enorme en el cuello, y encima se ha hecho una coleta. Sonrío, acordándome de aquel primer y último chico que se atrevió a marcar su territorio con semejante descaro.

También hay un hombre, que habla con todo el que quiera pararse a escucharle en un francés marcadamente árabe, aunque por su aspecto podría ser de cualquier sitio. No sabría decir si está enfadado, indignado, sorprendido o solo es que tiene la vehemencia marcada en su ADN. Su mirada es puro fuego, y cuando se cruza con la mía, siento un poco de vértigo. En algún momento me parece oír un «madame», pero me protejo en una fingida sordera y me convenzo de que no me está llamando a mí.

El pitido de la lavadora anuncia que es turno para la secadora, y un señor mayor me ayuda a entender en qué rendija hay que colocar el dinero, cuánta cantidad, con qué monedas específicas y qué botón seleccionar. No sé si me ha visto preocupada o simplemente tengo pinta de tontaina, pero le dejo hacer porque me llega la impresión de que está muy contento de ayudarme. Habla en francés con un acento extraño que no logro descifrar, solo para hacerme sentir muy tonta cuando responde al teléfono diciendo: «Si, Tamara, arrivo subito, non ti preoccupare».

La secadora termina en el momento en que entran dos señoras riendo a viva voz. Hablan un idioma que nunca entenderé y me pregunto de dónde serán ellas. Llevan ropa de niños también y enseguida entablan conversación con el señor de la mirada de fuego. Hablan en un francés chapucero, pero se hacen entender.

Lo que está claro es que, aunque nadie ahí dentro sea de esta tierra que nos da de comer, la actitud, los gestos y estas ansias de comunicación, me hacen pensar que muchos de nosotros nos sentimos  en casa gracias a, precisamente, este crisol de culturas que le pone color a la ciudad.

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