27 febrero 2015
Eleonora se quejaba todo el rato de que estaba sola en esta ciudad llena de gente y yo intentaba demostrarle con hechos, más que con palabras, que me tenía a mí. A pesar de que esa punzada de pena que se me clavaba al escucharla decir eso, sin tener en cuenta lo que yo pudiera pensar, seguía a su lado porque me gustaba su compañía, y tenía la esperanza de que en eso fuese a cambiar. Pero no servía de nada; pasaba el tiempo y seguía diciendo que ella no tenía amigos en esta ciudad, al menos no como los que la esperaban en su Argentina natal y en los muchos sitios donde había echado raíces por un tiempo.
En sus crisis de soledad, tan recurrentes, la escuchaba y trataba de animarla proponiéndole cada vez unirse a mis planes. Por suerte, yo sentía lo contrario; era en esta enorme ciudad donde yo por fin había encontrado el equilibrio exacto de soledad y compañía que quería, donde podía ser anónima y, al mismo tiempo, sentir que formaba parte de una comunidad y donde podía, por fin, elegir si quería salir o no. Allí nada importaba, nadie te recriminaba nada, porque los lazos no eran tan fuertes como para exigirse nada los unos a los otros. Y yo, que acariciaba esa independencia emocional con infinito alivio, no entendía por qué esa angustia en Eleonora, ella que lo tenía todo para sentirse tan bien acompañada.
El día de su cumpleaños, intenté organizarle una fiesta sorpresa. Reuní a lo que para mí eran amigos y para ella eran simples conocidos y les dije que era su cumpleaños y quería sorprenderla, ya que estaba segura de que pasaría su día sola. Mi apartamento era pequeño y vino muchísima gente, así que en un momento fuimos muchos apiñados en mi saloncito. Pero no nos importó; estábamos contentos, éramos jóvenes y teníamos toda una fiebre de viernes noche por delante. Y sobre todo, íbamos a demostrarle a una persona que nos importaba. Un cosquilleo de felicidad compartida recorría el salón como una ola de brazos en un estadio.
Eleonora iba venir a eso de las 21.00 a mi casa a cenar, envuelta en su halo de amargura habitual. Cuando estábamos todos ya callados con las luces apagadas, pensando que no tardaría en llegar, me llamó y me dijo simplemente: «Ché, ¿sabés? No me apetece ir a cenar… Si tuviese amigos en esta ciudad… pero solo tengo conocidos, no merece la pena… Me quedo en casa viendo la tele. Perdoname, ¿viste? Chau…».
Y colgó antes de que me diese tiempo a replicar. Dolida, apuñalada de nuevo en la misma herida nunca cicatrizada, volví a sentir sobre los hombros el «conocida y nada más», a pesar de tantos momentos compartidos y tanto apoyo recibido. Una vez más era rechazada por no estar a la altura de unas expectativas que ni ella misma alcanzaba siquiera a rozar.
Decidí, en ese momento, despedirla de mi vida a lo grande, con la mayor fiesta que aquella enorme ciudad conoció jamás. Bailamos, bebimos, cantamos, reímos, jugamos. Algunos incluso nos enamoramos fugazmente aquella noche. Hubo quien me llegó a decir que había sido la mejor fiesta de su vida. Y no pocos me abrazaron y me dijeron que Eleonora tenía la mejor amiga del mundo. La bacanal duró hasta bastante más allá del amanecer, hasta que nos abandonaron las energías y el cerebro nos pidió a gritos descanso. Al despertar por la tarde, con la consiguiente resaca y el que sería mi ligue del verano adormilado en la cama, descargué las cientos de fotos tomadas a conciencia y, bajo el título de «cumpleaños de Eleonora», le envié la carpeta por email. Luego, me acurruqué bajo la axila de mi ligue a quien, al verme entre llorosa y riendo, le ofrecí la única explicación posible: «Qué cierto eso de que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos, ¿verdad?».