28 enero 2015
Como cada martes, Damiana y Fabiana acudieron al bar de música brasileña para el concierto de choro y allí se quedaron embobadas escuchando a Pascal. Tocaba la flauta travesera y, como se dice en francés, parecía más bien jugar con ella, ya que a veces no podía ni evitar reír mientras daba saltitos en su silla al ritmo de la música. El resto de la banda, a cargo de guitarra, cavaquinho, maracas y panderetas, también parecían divertirse, un poco ajenos al público que les bailaba envidiando su talento.
Como cada martes, Damiana se perdía en las notas que, con ritmo trepidante, la acercaban un poco a su Brasil natal, mientras Fabiana se dejaba hipnotizar por aquellos dedos retorcidos que subían y bajaban tapando agujeros, en una alegoría de lo que pasaba por su mente al mirar a Pascal. Él, sabedor de su talento y de su encanto personal, aprovechaba los descansos entre canción y canción para echar un trago a su cerveza y mirarlas de soslayo, primero a una, luego a otra, con los ojos traviesos de quien sabe que está a punto de cometer una tontería que, encima, no le saldrá demasiado cara.
Damiana y Fabiana eran pareja desde hacía siete años. La primera era bajita y llena de gracia al caminar y, a pesar de sus kilos de más, despertaba muchas más fantasías en sus compañeras que Fabiana, cuyo culo respingón y melena rubia hacían de ella la guapa de la pareja. Juntas se lo habían pasado mejor que con cualquier otra persona, y juntas habían decidido vivir en aquel barrio del décimo arrondissement de París. En su día a día se entendían, compartían casi todos los valores de la vida y muchas veces se veían a sí mismas envejeciendo una al lado de la otra. Esa escena no podía parecerles más natural, y por eso ahora no podrían haber explicado, ni en un millón de años, por qué de repente deseaban a Pascal, con su espesa barba y su pecho plano, para nada sensual.
La tercera vez que Pascal terminó su trago mirándolas, dio un paso más y sonrió abiertamente hacia ellas. Tanto Damiana como Fabiana le devolvieron la sonrisa y, acto seguido, bajaron la mirada azoradas. Aquella misma noche, al reencontrarse en los ojos de la otra mientras Pascal se tumbaba sobre una almohada donde nunca había habido una tercera persona, y menos un hombre, se preguntaron al unísono «Pero, ¿qué estamos haciendo?», y no supieron decir si estaban metidas en aquella situación por curiosidad, por pasión o por puro aburrimiento.