12 enero 2015
¡Está tan linda cuando comete alguna trastada! Se le escapa una sonrisa pícara y los ojos miran hacia el lado contrario de donde ha organizado el estropicio, pero antes de que su padre pueda levantar el dedo índice para amonestarla, ha salido corriendo como un rayo y la ha perdido de vista. En pocos minutos, habrá olvidado su última fechoría. Y vuelta a empezar.
Alfredo todavía se siente débil como para enfadarse seriamente con ella y ponerle los límites que todos dicen que debería ponerle cuanto antes, como se hace con los niños sin ninguna dificultad. Le encantaría tener un poco más de mano dura, o de influencia, para conseguir que se esté quieta cuando la tiene que calzar, que sepa diferenciar la escobilla del váter de un sonajero, que no llore como si la estuviesen despellejando cuando tiene que sentarse a comer, que abandone la manía de tirar cada cosa que apoyan en la mesa, de correr por toda la casa cuando hay visitas. O cuando no las hay.
Ángela es tan alegre que a veces abruma. La energía que desprende es de lo menos contagiosa, solo verla agota casi tanto como correr detrás de ella. No tiene paciencia, como no la tiene ningún niño a su edad, pero su energía especial hace que consiga las cosas a fuerza de insistir, de berrear, de no parar hasta que sus padres se rinden solo para poder recuperar algo de cordura.
Sin embargo, otras veces tiene una mirada vacía, perdida en el gotelé de la pared como si intentase descifrar un jeroglífico antiguo utilizando su cabeza como única herramienta. Un hilo de baba le cuelga de la boca, y cuando Amaya le dice que se lo limpie, lo hace con un movimiento abotargado, con una mano que parece pesar tonelada y media. La sonrisa que intenta esbozar, en recuerdo de la alegría que no tardará en volver a arrasarlo todo, es lenta, como lo son los pensamientos en su cabeza inflamada de dopamina artificial.
Alfredo se preocupa por Amaya, porque cada vez está más apática y las ojeras constantes demuestran lo cansada que está. Ya ni siquiera le parece tan guapa como siempre. Desde hace siglos no hacen el amor, y le preocupa que quizá ya ni siquiera lo sientan. Pero lo peor de todo es que, desde que nació Ángela, no tienen ni un momento para pararse a pensar si lo sienten o no. Son esclavos de su condición, son esclavos de las varias pastillas que tienen que darle al día y, sobre todo, son esclavos de las miradas de reproche cuando, para variar, deciden darse un homenaje y salir los tres a comer al Mc Donalds.
Cuando Ángela le pide a papá y a mamá un hermanito, Amaya se echa a temblar. Piensa que por ahora, cariño, no te quedará más remedio que aprender a esperar.