13 enero 2015
Le ves y no parece especialmente contento por ese pitido, que debería ir acompañado de una sonrisa boba. Para el resto, esa sonrisa boba es tan ajena que no puede por menos que ir acompañada de un pinchazo de envidia, pero para los que sienten lo mismo, esa sonrisa es totalmente inevitable.
Cuando le pita el móvil y va a ver el mensaje, sus ojos no brillan nunca con esa inequívoca señal de que es ella, ni se le escapa un suspiro que llevaba horas peleando en su jaula. Esa sensación, que yo he vivido solo cuando era él el emisor, está completamente ausente ahora. Ni siquiera le delata una recién estrenada agilidad para coger el móvil y quedarse absorto en la pantalla.
Siempre me ha parecido que, desde que hay móviles en las manos de todo el mundo, las infidelidades han perdido todo su encanto. Ya no ha secretos, de tan fácil que resulta delatar al traidor. Son todas esas señales inequívocas, tan difíciles de disimular, las que dan rienda a una primera sospecha que luego se materializará en verdad. La crisis estallará en el momento en que se confirme que esa sonrisa boba, que es la más clara de las señales, no se debe a una broma entre amigos, acompañada invariablemente con un «jajaja» de lo más hipócrita, sino casi en exclusiva a la persona amada.
Por eso estoy un poco preocupada, porque no leo en Claudio esa sonrisa boba cuando la pantalla se enciende y él sabe que es ella. Cuando se canse de sus mensajes tanto como de ella volverá a ser el marido calzonazos y arrastrado que era, y yo tendré que volver a renunciar a mi recién estrenada libertad.