El banco de llorar

15 diciembre 2014

Casi nunca estaba triste Lorena en Burdeos, ciudad que había elegido tras la muerte de su madre simplemente por alejarse de su vieja Castilla y porque, puestas a irse a Francia, prefería un sitio donde no hiciese tanto frío como en París o en Orleans. Además, se decía, el color burdeos siempre le había gustado mucho, y prueba de ello eran los doce o trece sombreritos, bufandas, guantes, cinturones y bolsos de ese color que almacenaba en su armario.

Se dio cuenta de que ese era el banco de llorar porque, una vez más, sus pasos le habían traído hasta allí mientras luchaba por ahogar esa tristeza que le cortaba el alma con un cuchillo de filo fino como un cabello. No le sucedía a menudo porque tenía un férreo control sobre sí misma  y se había encargado de enterrar todos sus recuerdos tan abajo que no tuviesen forma de aflorar. Aun así, de vez en cuando Lorena se permitía sucumbir a esa fuerza poderosa que la hundía en el pasado y dejaba de ser la muchacha fuerte y determinada que todos veían para convertirse en una niña desvalida y un poco pava que solo quería un abrazo. Y llorar, en parte también por no tener quién le diese aquel abrazo.

Lorena había creído que en Burdeos las cosas serían diferentes y que allí no necesitaría un banco de llorar. Evitaba pensar durante todo el día y casi siempre lo conseguía, llegaba a casa y se acostaba corriendo para que el sueño reparador bloquease todo tipo de pensamiento. Gracias a ese ritmo de vida tan ocupado, que no llegaba a ser frenético pero ni mucho menos era relajado, no tendría tiempo para encontrar un banco de llorar. Sin embargo sí lo encontró, o mejor dicho, el banco la eligió a ella como lugar idóneo en el que descargar su torrente.

Lorena siguió visitando aquel improvisado diván de psicoanalista muchas veces, hasta que dejó de llorar por la muerte de su madre y empezó a llorar de emoción por el nacimiento de su primera hija, y luego por su primer ascenso en el trabajo, y luego cuando su marido le pidió formalmente en matrimonio y al final, contra todo pronóstico, el último día de su estancia en esa ciudad que, sin proponérselo, la había curado.

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