13 noviembre 2014
Cuando volví a verte estabas muy cambiado, pero no tanto como para no reconocerte. Ya no tenías esas arrugas alrededor de la boca, esas que siempre te molestaron tanto y que, por más cremas de tu madre que te echases, seguían ahí. Tan extrañas esas arrugas, como si tuvieses sesenta años sin haber cumplido apenas los diez. A veces me preguntaba si no serían un castigo de Dios por haberte hecho tan rematadamente sexy.
Sí, ¿qué pasa? ¿Te crees que una niña de diez años no es capaz de saber si alguien es sexy o no? Yo lo veía mejor que ahora que se supone que sé más del tema.
Esas arrugas habían arañado tu piel cada vez que habías reído y llorado. Era muy curioso que, a pesar de la naturaleza tan diferente de esos sentimientos y de los motivos tan dispares que los hacían aflorar, la mueca era siempre la misma, un mohín que te arrugaba los labios hacia los lados y dejaba esa hendidura en la piel, tan inherente a ti y, de algún modo, a mí también.
Cuando volví a verte y comprobé que esas arrugas ya no estaban ahí me pregunté cuánto te habría marchitado la vida para que, a tus sesenta años, tu cara pareciese un lienzo recién planchado.