12 noviembre 2014
Mientras esperábamos a la vieja Doloris enfrente de la librería de la plaza, mi padre me dijo que ya era hora de que dejase de fingir que valía para algo y empezase a trabajar con ella. Los niños le cantábamos “Doloris se hace pis y se emborracha con anís”, y ella no tenía ni fuerzas para defenderse. No fuimos muy buenos con ella, no… En el colmado tirábamos los huevos al suelo aparentando que había sido ella, y no había día en que no imitásemos sus andares. Además, nos encantaba decirles a nuestras hermanas que terminarían como ella, sola y medio ida, y yo ahora no sé para quién era más cruel esa afirmación, si para nuestras hermanas con su miedo a la soltería o para la Doloris, ya sin remedio…
Cuando la conocí y vi que no había nadie más cuerda que ella, me di cuenta de la lección que me quiso enseñar mi padre y aprendí que, aplicando mi ingenio y humor a hacer daño, no terminaría abrumado por los aplausos de un público agradecido, sino lavando el pis en unas sábanas que, lo creyese o no, pertenecían a alguien más listo que el resto.