Recuperando «El hogar»: Desde el avión

16 junio 2015

Lucía siempre pensó que su nombre era precioso. “Lucía”, pretérito imperfecto del verbo “lucir”. Precioso significado, se decía a menudo, y agradecía a su madre que se hubiese impuesto al insulso “Marta” con el que se empeñaba su padre en bautizar a su primogénita.

Lucir, lo que se dice lucir, no… Lucía rara vez lucía. Pero tenía un éxito tremendo en ser muy feliz y apasionada, y eso era lo que más me gustaba de ella. Yo, en cambio, siempre había sido bastante luciérnaga y aun así, nunca había logrado arañar esa felicidad cuya responsabilidad, ahora lo veo claro, siempre delegué en otros.

Lucía tenía un cuerpo que en el Caribe nunca hemos apreciado. Mis apretadas curvas contrastaban con su figura filiforme, así como lo hacían mis labios carnosos con su boca pequeña, mi piel nacarada con la suya llena de pecas o mis pasos bailarines con su torpe proceder. No conseguía arrancar ningún suspiro a su paso, lo cual es raro en un país donde no hay persona que se libre del escrutinio ajeno. Pero nunca pareció preocupada; más bien sonreía tranquila cuando veía a aquellos hombres de mirada encendida emocionarse con mi contoneo y dar rienda suelta a su más sincera admiración. Incluso las mujeres me seguían con intensidad, pero siempre marcando la diferencia con un brillo de disgusto en la mirada.

Lucía y yo fuimos amigas desde el momento en que nos conocimos, y seguiremos siéndolo a pesar de esta distancia que se impuso en el momento en que cogió ese avión. Teníamos solo doce años la primera vez que nos agarramos del brazo para ir a comprar un Cawy, y ya catorce cuando mis padres me prohibieron verla. En esos dos años que pasamos juntas antes de que supiesen que me codeaba con alguien de su calaña tejimos un hilo resistente y lleno de colores que me fascinó de por vida. Aquel primer día nos sentamos en el Malecón mirando al mar y, mientras nos pasábamos la lata, empezamos a conversar sobre cómo sería la vida fuera de esa isla. Entrábamos de puntillas en una adolescencia que se presentaba alterada y nuestra imaginación bailaba al ritmo de la salsa que sonaba a poca distancia. Qué bonito sería, pienso ahora, seguir compartiendo con ella estos recuerdos del pasado sin temor a que nos abofetee la realidad.

El día en que me prohibieron seguir viéndola fue el mismo día en que aprendí la palabra “disidente”. Qué bien me sonó, he de reconocerlo, “di-si-dente”, tanto que, incluso cargada de lágrimas como estaba, agarré el diccionario y busqué su significado:

  1. y com. Que diside, que se muestra contrario a determinada opinión, creencia, doctrina u organización:
    sector disidente de un partido.

Arrugué el entrecejo mientras buscaba la palabra “doctrina”:

  1. Enseñanza que se da a una persona sobre una materia determinada.
  2. Ciencia, sabiduría
  3. Conjunto de creencias defendidas por un grupo:
    doctrina liberal.

Cerré el diccionario, me sequé las mejillas y pensé con la determinación más grande que he demostrado en mi vida que, fuese lo que fuese esa doctrina, no me iba a separar de la única chica que no había envidiado ni condenado la fascinación que parecía despertar en los demás.

Empecé a verla a escondidas. La imaginación tiene una capacidad de desarrollo muy fuerte cuando se trata de desafiar una realidad impuesta. Hice creer a mis padres que Lucía y yo habíamos roto todos los lazos e inventaba excusas que resultasen plausibles al porqué de mis escarceos diarios. Así, conocí La Habana como seguramente pocos han conocido: conocimos sus entresijos, sus recovecos, sus más torvos secretos y sus destellos de luz más fascinantes. Todos los días al salir de la escuela iba a recogerla a la suya y nos íbamos agarradas del brazo a merendar al Malecón. Luego caminábamos, hablábamos con la gente, elegíamos los barrios más alejados y nos mezclábamos con sus habitantes, y poco a poco fuimos desarrollando una visión crítica ante todo lo que ocurría en sus esquinas. No pasábamos desapercibidas: dos adolescentes en uniforme, riendo agarradas del brazo mientras ignoraban a los hombres que se empeñaban en remarcar las diferencias entre una y otra. Y ella, en su infinita sencillez cargada de templanza, simplemente sonreía y seguía agarrándome fuerte, mientras yo me coloreaba y apretaba el paso.

Lucía venía de una familia diferente. También proveníamos de barrios alejados, estudiábamos en escuelas rivales y nuestros amigos eran de todo menos compatibles. Y aun así, nosotras supimos dejar todo aquello atrás y fijarnos mejor en la luz que desprendía la otra. Conforme pasaba el tiempo, a pesar de esas restricciones que nos imponía mi familia, seguíamos contando la una con la otra para absolutamente todo, y juntas imaginábamos cómo sería llegar a la universidad y poder por fin independizarnos. Cuando llegó ese momento, Lucía ingresó en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad de La Habana y yo en Medicina en la Universidad de Ciencias Médicas.

Allí Lucía conoció a Jérôme, un profesor costarricense de ascendencia francesa que, habiendo pasado su juventud en París, traía su mochila cargada de ideas revolucionarias. Ella, eterna apasionada, comenzó a involucrarse y a leer cada vez más, a escucharle como colgada de sus labios, a querer trepar por unos puños que se alzaban golpeando le cielo. Su discurso se fue enardeciendo con el tiempo y sus actividades orientándose hacia lo inevitable, pues había mamado desde niña aquello que terminaría por atraerle de Jérôme: ansias de libertad, de justicia, de progreso. Lucía, por primera vez, lucía de lo radiante que estaba por vivir lo que le aguardaba. Se enamoraron y pronto ella se mudó a vivir con él a su pequeño departamento en el corazón de Miramar, casándose poco después y teniendo un niño casi al mismo tiempo. Su familia siempre apoyó esa unión y ella, copiando aquel discurso que mis padres ponían en boca de los “disidentes”, se hizo más y más fiera.

Y así vivieron unos meses, puliendo sus discursos con la misma dosis de miedo y de convicción, hasta que un día, cuando a Lucía le quedaban dos meses para licenciarse, Jérôme publicó un artículo en el periódico de la Universidad que él mismo dirigía con alguna crítica de más. No era la primera vez que sus palabras volaban como dardos hacia el régimen, pero nunca se tomó en serio las amenazas de éste hasta esa noche, cuando entraron a la fuerza e interrumpieron sus vidas recién horneadas. Imagino cómo los golpes despertaron al bebé que dormía en la cuna, quedando su llanto cubierto con los gritos, súplicas e insultos de Lucía, que trataba desesperada de evitar que se lo llevaran esposado. Al final, imagino cómo solo alcanzó a oír la advertencia: “Si no quieres ser la siguiente, más vale que empieces a hacer las maletas”.

Hace unos días, una semana después de que Lucía dejase de contestar a mis llamadas, recibí esta carta que aflojó el nudo que sentía en el estómago dando salida al torrente de lágrimas:

“Querida Fede,

 Ya estoy en el avión y, para tranquilizarme, bajo la vista. No veo más que tres o cuatro luces diminutas ahí abajo y me pregunto si serán casas, y si dentro de esas casas hay familias que riñen, amigos que ríen, parejas que pasan del amor y solo hacen la guerra, bebés que aprenden a andar, viejos muriendo en soledad, perros llorando su trozo de pan y alguna que otra señora deseando que su marido vuelva ya de una vez del bar.

Respiro este aire que, como el de hospitales y guarderías, tiene un regusto especial, muy suyo. Termino pensando cuánta gente habrá allá abajo que vea este avión y se pregunte a dónde vamos, a qué vamos y por qué nos vamos, con lo bien que se está ahí abajo, donde la tierra es firme y los sueños siguen siendo inalcanzables. “Qué miedo tengo”, pienso, siendo por fin sincera conmigo misma, dejando caer esa careta de valiente que no se adhiere por más que apriete.

Cuando aterrice en el punto más alejado de aquello que siempre consideré mi hogar echaré de menos a masticar la humedad de esa isla, y mi nueva condición de extranjera me saludará tímida, como queriendo decirme que siente las molestias pero no voy a poder librarme fácilmente de ella. Que siente mi miedo, pero no me zafaré fácilmente de él. Que mi acento siempre me delatará, como lo hará el color de mi piel varios tonos más oscuro de aquellos a mi alrededor. Que nunca entenderé cierta broma sobre algún famoso del que jamás oí hablar. Que, por más tiempo que pase y por mucho que me sienta integrada en esta sociedad, no habrá día en que no recuerde que mi lugar está en aquel sitio del que ojalá no hubiera tenido que salir jamás”.

2 comentarios en “Recuperando «El hogar»: Desde el avión

    1. alelerele Autor

      ¡Muchísimas gracias! Este relato forma parte un proyecto llamado «Collectif d’écrits» que estamos llevando a cabo un grupo de amigos en Bruselas. Cada uno escribirá un relato sobre el tema del exilio y los juntaremos con los relatos de un grupo de españoles de más de 60 años que se exiliaron a Bélgica escapando del régimen franquista, así que estará publicado pronto. ¡Gracias de nuevo! Un fuerte abrazo.

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