17 febrero 2015
Me debe de ver como una estirada tremenda. No me extraña, la verdad, si a veces ni yo misma sé quién es exactamente esa estirada que me devuelve la mirada desde el espejo. Con ese moño, tan tirante como la sonrisa que ofrezco a los clientes, los brazos siempre en jarras bajo una chaqueta planchada hasta el delirio y unos accesorios escogidos con demasiada precaución, para que no se diga que no cuido la imagen que ofrezco. Pero, ¿para qué? Para perderme, me digo a menudo. ¿Qué quedó de aquella muchacha que a veces se reía tan alto en el tren que le chistaban? ¿Y de esa que, cuando iba a las discotecas, bailaba hasta que parecía que se le había caído la camiseta en un charco? ¿Y de esa otra que se retaba a gritar «boooomba» cada vez más alto cuando se tiraba a la piscina? Nada, creo que no queda nada de ella.
¿Nada? Algo sí, mujer, me intento decir los fines de semana, cuando me deshago del moño y la sonrisa tirante, cuando arrugo la chaqueta del trabajo en el fondo de la lavadora y cuando me permito salir a la calle sin maquillaje, sin pintauñas, sin tacones. Entonces me siento muy libre y las arrugas que el botox no han conseguido camuflar aparecen chirriando sobre mi cara cuando sigo las bromas de mis amigos, disfrutando con el hecho de que la gente en la mesa de al lado se escandalice por lo alto que me río.
En esos escasos dos días, me veo guapísima cuando me miro en el espejo y lamento de todo corazón que hoy no pueda verme, porque estoy segura de que si lo hiciese dejaría de pensar en mí como la estirada de turno y me vería con otros ojos, quizá con ojos de deseo, como yo querría. Pero eso nunca pasa, porque el mundo de lunes a viernes es totalmente gris, y nada podrá evitar que cada mañana me abra la puerta y me salude con un lacónico «buenos días, señora Ruiz». En sus gestos, volveré a veré el apuro con el que recoge el montoncito que acaba de barrer mientras maldice en su fuero interno a la estirada de la directora, que siempre llega pronto. Y es verdad, siempre llego pronto, pero no para tener ninguna reunión ni contestar ningún email, sino para reservarme unos minutos de ventaja creyendo que ese día, por fin, encontraré la valentía para deshacerme de las barreras que la jerarquía impone consiguiendo alejarme de él.