11 febrero 2015
Ya estoy en el avión y, para tranquilizarme, bajo la vista. No veo más que tres o cuatro luces a diminutas ahí abajo y me pregunto si serán casas, y si dentro de esas casas hay familias que riñen, amigos que ríen, parejas que pasan del amor y solo hacen la guerra, bebés que aprenden a andar, viejos muriendo en soledad, perros llorando su trozo de pan y alguna que otra señora deseando que su Paco vuelva ya de una vez del bar.
Respiro ese aire que, como el de hospitales y guarderías, tiene un regusto especial, muy suyo. Termino pensando cuánta gente habrá allá abajo que vea este avión y se pregunte a dónde vamos, a qué vamos y por qué nos vamos, con lo bien que se está ahí abajo, donde la tierra es firme y los sueños siguen siendo inalcanzables. «Qué miedo tengo», pienso, siendo por fin sincera conmigo misma, dejando caer esa careta de valiente que no se adhiere por más que apriete.
Cuando aterrizo en el punto más alejado de aquello que siempre consideré mi hogar empiezo a masticar la humedad de esa isla y mi nueva condición de extranjera me saluda tímida, como queriendo decirme que siente las molestias pero no voy a poder librarme fácilmente de ella. Que mi acento siempre me delatará, como lo hará el color de mi piel varios tonos más claro de lo que veo a mi alrededor, que nunca entenderé cierta broma sobre algún famoso del que jamás oí hablar y que, por más que luche y por mucho que me sienta integrada en esta sociedad, no habrá día en que no recuerde que mi lugar está en aquel sitio del que no debí salir jamás.
Me gusta mucho
Me gustaMe gusta
Gracias :)
Me gustaMe gusta