11 diciembre 2014
Había escrito cien veces: «te quiero», pero no me lo había creído ni una sola de esas veces. Con la resignación de un niño castigado que repite las máximas con las que se paseará por la vida, escribí yo esa carta de amor. Quería evitar enfadarme por no poder incrustar esa frase en mi memoria y convencerme de su crudeza, pero era imposible. Sin embargo, tu mirada vacía cuando leíste mi carta con sus cien «te quieros» devolvieron un poco de serenidad a las noches, porque comprendí por fin que nuestra historia estaba abocada a un agridulce final que, deseado o no, ambos intuíamos inevitable.