3 diciembre 2014
El vestido de novia es lo que más ilusión le hace. Se ve, por primera vez en su vida, guapa de verdad. Los ojos negros como el betún parecen aún más profundos enmarcados en esa capa espesa de pestañas, tiesas, fuertes y negras como las cerdas de un cepillo resistente. El pendiente de la nariz es hoy más grande y brillante de lo normal, y cuelgan de sus muñecas varias pulseras de oro que serán la envidia de sus compañeras, está segura. El pelo, liso y reluciente, queda oculto tras un velo precioso, alegre, bordado con mimo y con paciencia por manos expertas y ojos ágiles. Se siente como una princesa con ese vestido, y le pica un poco la naricilla de emoción al verse reflejada en los ojos de su madre, su abuela, su tía y sus tres hermanas, que la miran sin pestañear, sin poder creerse lo guapa que está.
Los zapatos, en cambio, le aprietan en sus pequeños pies. Cree que, desde que los compró hace unos meses, le han crecido quizá una talla. Pero no protesta, al fin y al cabo, se pasará casi toda la boda sentada. Los labios saben a canela y no para de chupárselos, en parte también por los nervios que le atenazan el estómago. Está asustada, pero se cuida de hacérselo ver a la familia, porque nunca se han mostrado tan pendientes de ella antes.
Al ratito, suena el timbre. Es su amiga de la casa de enfrente, que pregunta por ella, si puede salir a jugar. Su madre le da permiso y le ayuda a quitarse el sari. La mira mientras sale corriendo por la puerta de la casa y sonríe, esperando en su fuero interno que disfrute mucho esa tarde, ya que no le quedan por delante muchas tardes como esa a su hija mayor.