28 noviembre 2014
Todas las veces que salía a pasear con la sombrilla por Matorral de los Santos había alguna viejecilla que me paraba para preguntarme de dónde la había sacado. Les decía que, como iba a hacer la primera comunión, tenía que decir la verdad: que lo había robado. Siempre que decía eso les cambiaba la expresión, como si se les hubiesen helado los huesos y los ojos no les cupiesen en las cuencas. Entonces, demostrando una agilidad que de normal iba a escondidas, empezaban a caminar muy rápidamente, solo para darse la vuelta a echar un último vistazo antes de girar la primera esquina y perderme de vista. Estoy segura, aunque nunca llegué a verlo, de que acto seguido empezaban a santiguarse frenéticamente por el alma de la pobre niña gitana.
De pequeña me hacía gracia esa reacción, y siempre elegía los caminos que llevaban a la plaza de la Iglesia o al mercado cuando bajaba a Matorral de los Santos, porque sabía que me encontraría a alguna de esas viejecillas enjutas y descascarilladas a las que les podía la curiosidad por cerciorarse de algo que, por supuesto, ya sospechaban.
La verdad es que esa sombrilla me la trajo de regalo un tío que fue a Sevilla y que, consciente del sol inclemente del poblado, regateó con un mercader hasta poder comprarla por mi séptimo cumpleaños. Sin embargo, yo prefería ir escandalizando con esa trola porque siempre era más divertido observar la reacción de las señoras del pueblo que, incrustadas en su convicción marujista, fingían sorpresa ante mi descaro.