Esta soy yo

yoMi nombre es Alessia Calderalo García, el segundo apellido es de lo más español, y el primero, inventado. Hace mucho que perdí la cuenta de las veces que han escrito mal mi nombre, me han preguntado “¿Alexia, con equis?”, “¿Alicia?” o me han pedido que lo deletrease. Pero es el precio -bastante bajo, sí-, que hay que pagar por llevar a cuestas los orígenes italianos.

Nací en Madrid, el dos de junio de 1987. A pesar de ello, no puedo considerarme una “gata”, ya que ni mis padres, ni ninguno de mis abuelos, son de aquí. Tendré que iniciar yo misma una generación de “gatos”, de tan profundo es mi orgullo por mi ciudad. Esta ciudad que es odiada y amada a un tiempo, en la que muchos dicen sobrevivir en vez de vivir, es para mí una fuente de felicidad y de estímulos constante, y nunca me canso de recorrer sus calles y admirar las fachadas de los edificios tratando de absorber sus luces con los ojos. Y sobre todo, nunca me canso de repetir que Madrid tiene el mejor cielo del mundo. Es por eso que, con cierta periodicidad, no puedo evitar decirle a mi madre, en un arranque de gratitud sincera: “Qué bien que decidieses vivir aquí”.

Y lo mismo podría decirle a mi padre, que en un acto de amor abandonó su Italia natal, si siguiera vivo. Pero cada 25 de diciembre, nefasto aniversario, contamos una Navidad más en la que tenemos que recordar cómo un coche se llevó su vida por delante, y con ello, un poco las nuestras también. Las de mi madre, mis dos hermanas y muchas otras personas que lo admiraban por ser el gran hombre que era.

Estas dos hermanas han sido un poco más afortunadas que yo con sus nombres: la mayor, Natalia, la pequeña, Anna María. Ellas son las personas que más altibajos emocionales me han provocado de niña, pero como en toda relación de hermanas, no imagino mi vida sin ellas y no puedo evitar sentir muchísima lástima cada vez que me encuentro a un hijo único.

Mi hermana mayor ha sido, a lo largo de estos años, la persona que más DSC06864influencia ha depositado en mí. Sus consejos y su seguridad ante la vida, huyendo siempre de lo superfluo, me sujetan a la realidad cuando todo lo demás se tambalea. Además, la mitad de los ataques de risa que he tenido, de esos en los que ya no puedes respirar, se los debo a ella. La pequeña, nuestra Mich, es diferente a nosotras; a veces no puede hablar con claridad, le cuesta leer con fluidez y no puede cocinar. Pero es precisamente eso, su Síndrome de Down, lo que hace que en su metro sesenta de estatura no haya ni una sola partícula de maldad, de insensibilidad o de pasotismo. No conozco a nadie que afronte la vida con más aplomo que ella, superando los obstáculos y esforzándose sin quejarse jamás.

Mi madre, por su parte, es un león. Seguramente no haya en el mundo occidental muchas mujeres tan fuertes y valientes como ella. Le estaré siempre agradecida el no haberse mostrado jamás realmente abatida, a pesar de haber tenido motivos, y cuando observo a la gente a mi alrededor derrumbarse por nimiedades, no puedo evitar pensar en su fortaleza, y sobre todo, en su alegría constante. No recuerdo haberla visto llorar más de dos o tres veces, y me consta que lo ha hecho mucho, pero siempre cuidándose de ocultarse para no transmitirnos aquello que, inevitablemente, habría de forjarse en nosotras: una actitud pesimista ante la vida.

De mi padre, que se llamaba Angelo Calderalo y era hijo de Alberto Calderaro, he heredado las piernas, el sentido del humor y el gusto por los idiomas. De mi madre, he heredado la cara, la paciencia y el orgullo desmedido. De mi hermana mayor he adquirido la tolerancia, el saber relativizar y la capacidad de crítica. Y de mi hermana pequeña he aprendido tantas cosas que no podría enumerarlas.

En este contexto familiar, que yo considero tan importante, falta por mencionar el amor, la generosidad y la presencia constante de todos mis tíos y primos, que nunca me ha faltado, especialmente de mi tía Sole, otra heronía del día a día y la persona más buena que conozco.

Desde siempre hemos vivido en la misma casa, que da a la M-30, en un piso 13. Mi madre se compró esa casa pensando que ese número no le traería mala suerte, y quién sabe si no se lo habrá replanteado en estos años. Las vistas a la M-30 no son especialmente bonitas, pero estimulan mis fantasías pensando que el ruido de los coches no es más que el ruido de las olas del mar, y el ver los aviones que despegan y aterrizan no lejos de mi casa hace que mi imaginación vuele con ellos. Esa imaginación que siempre ha estado tan presente y que, con la llegada inevitable de la adultez, empieza a dormirse.

Fui a un colegio de monjas donde fui feliz. Ellas, lejos de las historias que se cuentan de estos demonios con hábito, me han transmitido la importancia del compañerismo y la solidaridad, y algo que en mi casa es objeto de burla: la importancia de cuidar el medio ambiente. Allí pasé buenísimos momentos enamorándome y desenamorándome de varios compañeros de clase a cada cual más inalcanzable, peleándome con los libros para no suspender demasiadas y descubriendo que la amistad, aunque no siempre es para toda la vida, bien merece la pena vivirla aunque sea un segundo. Mi primera amiga se llamaba María Jesús, y la quería y la envidiaba a partes iguales. Era gordita, llevaba gafas y no era buena estudiante. Pero era tan carismática, tan divertida y tan buena persona, que todo el mundo la adoraba. Incluida yo, que contaba en ella la mejor amiga que cualquier persona pudiese desear. Las nuevas tecnologías me han chivado que consiguió su sueño de ser veterinaria, y ahora es una de esas chicas por las que más de un hombre se pelearía. Y conserva su sonrisa maravillosa.

Quizá María Jesús fue la primera persona que me rompió el corazón al decirme que ya no quería seguir siendo mi amiga. Teníamos doce años, y recuerdo la sensación de soledad lacerante y el desamparo con bastante nitidez. Por suerte, aquella soledad no duró mucho, pronto formé mi primer grupo de amigas. Éramos siete, y con ellas empecé a ir al cine solas, a las discotecas light para las cuales pasaba la tarde entera alisándome el pelo, con ellas hice mis primeros y tan españoles “botellones” y con ellas probé los primeros y últimos cigarros, ese veneno del cual a día de hoy no podría echar más pestes. Conocer a estas chicas coincidió con mi primer enamoramiento en serio: él no era el chico más guapo de la clase, ni el más inteligente, pero sí el más divertido. Y además era alto, lo cual para una chica que ya apuntaba a que llegaría a medir los 178 centímetros actuales, no estaba nada mal. Los años en secundaria, como los de toda adolescente con pelos de loca, granos y gafas, fueron de altibajos. Una montaña rusa emocional que, como tal, podría marear pero nunca resultar aburrida. Ahora no puedo evitar recordar esos años con cariño, bastante vergüenza y altas dosis de nostalgia.

Los años en bachiller, en cambio, me resultan mucho más cercanos. Será porque conservo a mis amigas de esa época, esas que han perdurado en el tiempo para seguir haciéndome feliz, y que me recuerdan aquellos dos años en los que, enfrascadas en apuntes, sólo nos teníamos las unas a las otras para librarnos del tedio que suponía la perspectiva de la Selectividad. Ésta, y la profesora de latín, eran mis máximos miedos, las angustias de las que me libré cuando, en el verano de 2005, me anunciaron que podía entrar en Periodismo en la Complutense. Estaba hecho: aquel verano sería el mejor verano de mi vida, y no porque los anteriores, que iban desde cursos en Irlanda hasta meses en el sur de Italia, pudiesen considerarse malos… Lo pasé en la playa con ellas y luego de senderismo en los Picos de Europa, mirando el cielo de nubes a mis pies. Y después de ese maravilloso campamento, comencé los preparativos de lo que sería la aventura más importante de mi vida hasta el momento: una beca de seis meses en Japón.

17_0093La mayoría de la gente que conoce esta historia sigue sin saber con exactitud en qué ciudad pasé aquellos seis meses que van desde agosto de 2005 a febrero de 2006. Nadie en España conoce la ciudad de Matsue, pero cuando les digo que no estaba demasiado lejos de Hiroshima, todos asienten con un “Ahh, vale”. Pero, en el fondo, nadie sabe tampoco dónde se encuentra Hiroshima. En esa pequeña ciudad del sur de Japón viví una experiencia que nunca, ni un solo día desde entonces, se ha alejado de mis recuerdos. Cada día tengo la alegría de recordar a la familia que me acogió como si de su verdadera hija se tratase: los Nariai. Kaya, mi hermana japonesa, me ayudó a rasgar los ojos para entender una cultura que, en un principio, resultaba marciana. Mis padres japoneses, con infinita paciencia y generosidad, me acogieron en su casa y me trataron como si llevase sus mismos genes y no como si hubiese aparecido desde el otro lado del mundo, para darme el calor de hogar que añoraba desde España. La palabra “familia” cobró con ellos un nuevo sentido para mí, más allá de los lazos de sangre.

Las otras cuatro chicas becadas, de Filipinas, Taiwán, Argentina y República Dominicana, se convirtieron en grandes amigas y compañeras de aventuras. El colegio en el que pasé ese medio año aprendiendo la cultura nipona, la complicadísima lengua y enseñando a los estudiantes mis orígenes exóticos, me recibió con alegría y con altas dosis de compañerismo y esfuerzo. Y en general, la maravillosa sociedad japonesa hizo una vez más alarde de su educación y su sencillez para conseguir que me sintiese, durante aquel tiempo, realmente feliz y afortunada. Y no hay día que mi mente no se retrotraiga a aquellos días y a aquellas vivencias, de tanto que marcaron e iluminaron mi vida.

Volver a España después de aquella experiencia no fue fácil, pero menos aún lo fue aceptar que, aunque volviese a Japón, las cosas no seguirían iguales. Desde aquello, he tenido la oportunidad de volver y allí he conocido personas que, contagiadas por la calidez de los japoneses, siguen formando parte de mi día a día en la distancia. Sin embargo, la sensación de pisar el fascinante archipiélago y notar tan cambiadas las sensaciones fue difícil de aceptar. Y es que ya lo decía Sabina: “Al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”.

Así, empecé la universidad con seis meses de retraso, lo que me hizo añadir un año al currículo de mi vida universitaria, una vida que ha predispuesto grandes emociones pero siempre de puertas para afuera. El primer verano de la universidad, tras meses de preparativos, viajé mochila al hombro por Europa, en el primero de los muchos viajes en tren que me harían valorar el legado del viejo continente tan precioso que tenemos. En ese viaje conocí mejor a Gon y a Rubén. Con ellos, compañeros -¿inseparables?- de la vida, he aprendido y crecido mucho y he sido más feliz que nunca, enamorándome de las calles de Madrid que escuchaban nuestras horas y horas de conversaciones nocturnas. Este escenario en el que, mientras la gente se apretaba en los locales para escapar del frío, a nosotros nos bastaba con caminar del brazo y disfrutar del calor que emana la buena conversación, será probablemente el recuerdo más vivo que conserve de mi juventud, de tantas veces que lo he vivido.

Gon y yoY así, de la mano de estas dos personas de espíritu valiente pasaron los años de universidad, en un cóctel de aburrimiento durante los días lectivos y emociones de felicidad intensa durante el fin de semana y, sobre todo, los períodos estivales en los que siempre había sitio para un viaje emocionante. Como aquel que hicimos los tres con María, otra maravilla de la vida, a Grecia. La sensación de recorrer en un coche destartalado la isla de Creta, sin más rumbo fijo que una playa donde dormir y un mar cristalino para deshacernos del sudor del verano, es lo más parecido a la libertad que pueda existir. Desde entonces muchas cosas han cambiado, más de las que a una le gustaría. Conservo, junto a los recuerdos, la convicción de que, al final, lo mejor siempre termina por quedarse.

Lentamente, llegó el quinto año de la carrera. Habían pasado cinco años desde la última vez que me había enfrentado a una cultura extranjera, y ansiando emociones fuertes, pedí el destino más lejano y exótico que me permitía la lista de universidades Erasmus en mi facultad: Bucarest. Esta ciudad, que tiene mucho de gris pero poco de fea, es la capital de Rumanía y allí conocí el verdadero sentido del compañerismo y de la convivencia al quedar impactada por la generosidad de las personas con las que viví, compañeros únicos de viajes y, espero, del día a día. La sed por vivir el mundo no se apagó en ese momento: desde noviembre de 2013 me estoy haciendo un hueco en Bruselas. Es una vida estimulante y muy competitiva, pero de algún modo sencilla. Las calles huelen a chocolate, la gente es amable incluso antes de tomarse sus obligadas cervezas y la lluvia no es tan constante. Y tengo a mi lado gente maravillosa que me sonríe y me abraza a diario, hasta cuando no me lo merezco. Soy feliz en Bruselas y le pido cada día que no me eche de aquí, que me dé una oportunidad para quedarme y seguir disfrutando de esta ciudad en la que no hay sitio para el invierno.

Mi Madrid me esperará siempre con los brazos abiertos, lista para envolverme y atraparme el resto de mi vida, pero mientras tanto:

Bruxelles, ne me jette pas.

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Brussel, gooi me niet buiten.

Mucha gente dice que mi biografía está marcada por los idiomas que aprendí y sigo aprendiendo en mis experiencias en el extranjero, y por los viajes en diferentes países del mundo. Siendo mi objetivo en la vida visitarlos todos y teniendo que escuchar una y mil veces que no lo conseguiré jamás, a pesar de que ya lleve más de ochenta, podría decirse que esta es una parte importante de mí que quiero que siga presente y que siga definiéndome cuando hayan pasado unos años y los sellos en el pasaporte hayan crecido con las canas.

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