Será un gran amor

22 julio 2015

Marina le ha mirado de reojo, pero no es hasta cuando Jacobo le habla que ella se da cuenta de lo guapo que es. Le contesta a su pregunta con un tímido, “sí, aquí vivo” y vuelve a mirar por la ventanilla, reprimiendo las ganas de preguntarle lo mismo. Menos mal que él es mucho más lanzado que ella e, intuyendo las ganas que se cuecen entre ambos, le dice que él también, que se mudó a Madrid hace apenas dos meses. “No conozco a mucha gente”, deja caer como quien no quiere la cosa.

Marina ha hecho ese trayecto Madrid-Orense en autobús un millón de veces desde que se mudó a Madrid para estudiar. El primer año trató de volver solo una vez al mes a su casa, pero al ver que era incapaz de forjar una sola amistad de verdad, terminó por volver cada fin de semana. Sus padres, hartos de insistir en que debía tratar de integrarse en la gran ciudad, empezaron a acogerla con el cariño propio de las circunstancias.

Marina se pone a mirar por la ventana y sonríe un poquito, deseando que él no se dé cuenta de que fracasa en su intento por ocultar la mezcla de vergüenza e ilusión. Él la sigue mirando más de frente y, sin que se le pase por la recámara del cerebro que igual le molesta, le pregunta su nombre. Luego se presenta él, “Jacobo”, y pasa a contarle cómo su nombre y Santiago son el mismo nombre, algo que Marina encuentra gracioso.

Poco a poco ella va deshaciendo los nudos de la timidez y consigue seguir la conversación con más templanza. Le aguanta la mirada, le sonríe en los silencios e incluso, cuando han hecho la parada de rigor, se han quedado ahí plantados en el asiento con tal de no interrumpir la charla. Se ríen, se intercambian el Facebook, ella se toca el pelo y él se mesa a barba. La conversación se va tornando más y más profunda y ambos han dejado bien claro, en las escasas 5 horas que dura el trayecto, que están encantados de conocerse por fin.

Esperanzados, divertidos, contentos, observan por la ventana que han llegado a su destino. Ella sonríe y él también, seguro de que volverán a verse. Pero entonces bajan del autobús y él observa con una bofetada de realidad la mirada desilusionada de ella al ver cómo recoge del portaequipajes la muleta sin la cual su cojera sería todavía más pronunciada, y se le congela la sonrisa en la cara. Esa mirada que ha visto en tantas chicas antes, que le doblega las ganas de seguir intentándolo, se le clava con más dolor que su cadera cuando va a llover. Mientras ella se aleja, Jacobo mira su espalda contonearse y en lugar de desear tener una cadera sana como la suya, desea que ella fuese menos superficial. Convencido de que nunca le hará ni caso, como tantas otras, borra el mensaje donde ella apuntó su contacto y se da media vuelta segundos antes de que se pose en su espalda la mirada de Marina que, como en toda película romántica que se precie, se da la vuelta para mirar una última vez al que, está segura, será un gran amor.

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