26 noviembre 2014
En cuanto mi madre me llamaba desde la cocina para que me despertase, me empezaba a imaginar que estaban mirándome desde un agujero en el techo. Les oía reír, todos a coro, con voces muy diferentes; algunas chirriantes, otras muy graves… pero incluso los que reían por lo bajini parecían tambores. Es curioso, ¿verdad? Normalmente las fantasías se reservan para la noche…
Esas risas me seguían acompañando toda la mañana en la escuela, y solo paraban cuando llegaba a la librería donde trabajaba mi padre y me ponía a leer. Hasta que un día, la maestra llamó a mi madre para que fuese a hablar con ella y le dijo que no daba pie con bola, que vivía riendo a deshoras y que me veía en el recreo hablando y jugando solo en quién sabe qué mundos inventados, en lugar de estar con mis compañeros.
-Creo que el niño tiene demasiada imaginación -le dijo-, sería bueno que dejase esos libros que devora a todas horas, que lo van a volver loco como al Quijote. ¡Que se concentre en estudiar, que falta le hace!
Ese día, las risas se callaron y yo crecí de golpe, perdiendo muchas cosas con su marcha.