*
Mariana tenía unos ojos enormes que le daban el aspecto de estar siempre asustada, aunque en realidad no había en el mundo nadie más valiente que ella. O al menos, así me lo parecía a mí, y me lo sigue pareciendo ahora que han pasado más o menos mil cuatrocientos años desde la última vez que la vi.
En todo el tiempo que llevo aquí, aún no he conocido a nadie tan fuerte y valiente como Mariana, una mujer que antes que mujer era persona y antes que persona era mía. La Mariana era sin florituras, tan llana, gritona y racial, y aunque era parca en sonrisas, tenía unos ojos expresivos y casi tan enormes como el corazón que los regaba. La voz también era grande, grande como sus ganas de escapar y sobrevivir. Nunca sabré si lo consiguió, la Mariana, pero mi intuición de vieja me hace pensar que sí, que salió de su madriguera gritando para no volver nunca la vista atrás. O quizá no es mi intuición, sino que es mi furia la que me dice que sí, que Mariana sigue, y que sigue bien.
Mariana era especial, tan especial como anodina soy yo. Nació en un pequeño pueblo de la provincia de Huelva, ya casi pegadito a Sevilla, pero pronto perdió ese salero andaluz que hubiese heredado del aire de no ser por su temprano traslado a Madrid. Aun así, ella nunca dejó de pronunciar Madrí, pisoteando a conciencia la z con la que sus vecinos terminaban aquel nombre, y tampoco abandonó jamás ese acento arrastrado que le quedaba un poquito artificial, como si se sintiera en la obligación de dejar bien claros aquellos orígenes onubenses que siempre defendió como suyos.
Yo la conocí cuando pasaba de largo los cuarenta, así que seguramente había perdido la poca belleza que había tenido de joven. Los ojos, eso sí, no se le habían empequeñecido ni un poco, más bien al contrario. Conforme pasaba el tiempo, más grandes parecían ser, aunque no por ello más penetrantes. Más de una vez nos dijeron que vernos juntas era un chiste; ella tan grandota, con aquellos pechos que ocupaban más que su cabeza, y la barriga sobre la que se apoyaban los dos, cansados de atraer miradas. El cabello lo tenía aún negro como la brea y los ojos también, enormes, furiosos, llenos de vida, de odio, de amor. La sonrisa la lucía poco, pero cuando lo hacía resultaba tenebrosa porque aquellos ojos enormes no la acompañaban nunca, así que yo siempre me alegraba de que fuese una mujer de pocas risas, de semblante firme casi feroz. Yo, perfecta antítesis, era y aún soy delicada como una plumita de gorrión, que hasta mi voz suena menos potente que el canto del pajarillo. Cuando conocí a la Mariana mi pelo ya era algodón porque desde que empezó a encanecer me pareció que me lucía bien con la sonrisa temblorosa que no necesita motivo para aflorar. Tan tonta siempre, esa risilla, pero tan inevitable también. Mis ojos son oscuros, pero carecen de la fuerza y el desgarro de los de Mariana, y por eso nos compenetrábamos tan bien, porque yo quería un poco de aquel malgenio que sacaba a todos de quicio y ella quería algo de mi delicadeza que amansaba hasta a sus fieras. ¡Ay! Aquellas fieras… Begoña, Cristóbal y Lucio, tres hijos, tres partos complicados y tres vidas apoyadas sobre nuestras nucas, las nucas de unas madres que no sólo se conformaron con parirles, darles de mamar y enseñarles a vivir, sino también de quererles como si fuésemos todos una gran panda de asilvestrados sin vereda en la que entrar.
Nunca sabré si lo que sentíamos todos por Mariana era admiración, miedo o curiosidad, pero nunca negaré la evidencia de que, al menos a mí, no me dejó indiferente ya desde el día en que la conocí, así como tampoco admitiré nunca en voz alta que aún no se ha escapado de mis pensamientos. Ni siquiera ahora, que han pasado doscientos mil años desde la última vez que la vi, puedo afirmar con convicción que no pienso en ella todos los días, porque creo que mentiría. Pero es que la Mariana era una mujer, pero antes que mujer era persona, y antes que persona era mía, y por eso yo no puedo dejar de preguntarme qué habrá sido de ella, si logró escapar sin mirar atrás, si huyó de sí misma por fin, como todo ser humano que la conocía intuía que haría.
*
Chac, chac, chac.
El polvo blanco, recién machacado, se mezcla con el aceite formando una pasta de consistencia espesa, bastante pegajosa. Gabriel abre un botecito verde y echa un par de gotas y lo mezcla todo bien con el pincel. Entonces lo coge, lo mira un momento a pocos centímetros de su cara y se lamenta en voz baja. «Mierda, otra vez a comprar pinceles… No gano para pinceles», y lo tira al cubo de basura que tiene a sus pies con un suspiro agotado. Luego se mira al espejo y sonríe, porque si no sonríe el maquillaje quedará desigual en cuanto articule palabra. Coge el algodón, lo empapa en la sustancia espesa y lo empieza a extender por toda la cara, incluyendo los labios, las orejas, los párpados, las pestañas. Luego lo vuelve a sumergir en el cuenco y se lo pasa por la cabeza, donde previamente ha pasado la maquinilla de afeitar. Está suave, como a él le gusta. Las cejas absorben mal, así que tiene que repasarlas con brío con la punta de los dedos, para que cojan bien el color. La cara le empieza a doler, le tira la parte posterior de las mandíbulas y las orejas se le están empezando a dormir. Siempre le pasa lo mismo cuando se maquilla, cuando se obliga a sonreír y a mantener la postura hasta que el mejunje se seca y puede relajar la expresión.
El lápiz negro no tiene punta, y se desespera buscando con qué afilarlo. Revuelve en su cajón de sus pinturas, en el de Carmela, incluso en el estuche de Gabriela, pero no encuentra el sacapuntas así que hastiado, decide utilizar el azul, que queda fatal. Pero es que no puede llegar tarde, no vaya a ser que le quiten la esquina. Se pinta los párpados y una lágrima opaca resbalando por la mejilla y se repasa el contorno de los labios en esa mueca artificial que le cansa más que cualquier otro gesto en el mundo. Luego se viste con movimientos rápidos, mecánicos, y mientras se mira al espejo le dice a Carmela, que está sentada en la mecedora limándose las uñas:
-Hale, ya está. Ya me voy-. Le da un beso en la frente mientras ella se lo devuelve al aire, y luego a Gloria, que duerme en la cuna. Coge el taburete y el maletín, y sale por la puerta, mientras Gabriela en la habitación piensa el porqué de que papá nunca le coja la mano al cruzar la calle.
El frío le da en los ojos en cuanto pone un pie en el portal. Una abuela pasa con el nieto agarrado bien fuerte por la muñeca, y él se deja arrastrar mientras da rienda suelta a la curiosidad que le obliga a no dejar un detalle del mundo sin analizar. Cuando ve a Gabriel suelta un grito ahogado y de un par de saltos se pone a la altura de su abuela, mientras gira la cabeza para asegurarse de que aquel payaso blanquiazul que, para no variar, no le hace ni pizca de gracia, existe de verdad.
Gabriel no termina de acostumbrarse a esa reacción que tienen los niños, especialmente cuando le ven en movimiento. Su franqueza y el tono de voz son lo que más le perturba, lo que hace que a veces pierda la concentración y tenga que resignarse a oír el «mira, mira, se ha movido, qué malo» que confirma su fracaso casi a diario.
*
De todas las tareas que hay que hacer en una casa, que no son pocas, la que menos me disgustaba era planchar. No se crea usted que me gustaba, no, tampoco es eso, pero por lo menos no había que agacharse ni mojarse, y me permitía estar con mis pensamientos, concentrada en dejarlo todo bien dobladito, -«la raya va aquí», «esto bien cogido por acá…», «hala, mira qué bien, al cajón»-. Esto no lo permiten otras tareas como fregar los cacharros o barrer el suelo, y como he sido siempre tan metódica, tan quisquillosa según algunos, pues me esforzaba por dejarlo todo bien, y en ese ultimar la faena se me pasaba el asunto en un pispás.
La tarde en que llegaron, estaba mirando las camisas de Agustín y, mientras remataba el cuello con el pico de la plancha, pensaba en el efecto que tendrían sobre sus clientes. Era uno de esos domingos soporíferos de finales de septiembre y todavía hacía un calor seco, tan de Madrid, y el ambiente era estático, tanto que por no moverse, no se movía ni la tierra sobre sí misma. Miraba el reloj cada tres horas para comprobar que, en realidad, habían pasado minutos, y el sudor se me colaba por el canalillo, entre los muslos, resbalaba por el cuello y la espalda, haciéndome cosquillas, haciéndome rabiar. Lo recuerdo tan nítido que a veces me asusto y me convenzo de que no puede ser que hayan pasado ya cincuenta mil años de aquello.
Agustín estaba en el bar de allá y yo planchaba sus camisas mientras pensaba en el efecto que haría la tela clareada por el uso en las miradas de sus clientes, en qué pensarían de los botones desiguales y del hecho de que, por más que frotase, había un halo amarillento rodeando el cuello que, aunque ellos no podían saberlo, nunca se iba del todo. Entonces, mientras me imaginaba a mí misma arrugando la nariz en ademán despectivo, cogida del brazo de mi apuesto y rico marido que acababa de firmar un contrato con don Agustín Ibáñez y pensando en que ese hombre probablemente no tendría una buena mujer que se ocupase de sus cosas, oí un ruido muy fuerte en el rellano que me sacó de mi fantasía de golpe y le arrancó de nuevo el motor a la Tierra. El golpe fue seguido de voces altas, animadas, y de un griterío infantil de ese que cuando no estás de ánimo querrías ensordecer pero que cuando sí lo estás, puede ser música.
-¡Begoña, te voy a dar una colleja que se te va a quitar la tontería! Le das a Lucio ahora mismo su parte del bocadillo o cobras, ¿eh? ¡Que cobras, te he dicho!-. Creo que, si me acuerdo tan bien de la primera frase que le oí a la Mariana, es porque quizá nunca en mi vida había pensado que una mujer pudiese hablar tan fuerte, casi con violencia, dejándose oír por encima de las siestas de vecinos, las discusiones de pareja y el partido de la radio que subía apagado desde el patio. A aquella mujer que yo ya intuía enorme le daba igual que fuesen las seis de la tarde de un agotado final de septiembre, que pudiese haber gente desperezándose con modorra de la sobremesa dominguera o que alguien pudiese estar enfrascado en un examen de reválida. No, a aquella mujer enorme le daba igual todo aquello, la voz atronadora que luchaba por imponerse a la voluntad de una hija díscola demostró más tarde, en cuanto se abrieron varias puertas, que la Mariana no se iba a dejar frenar por nadie en sus esfuerzos por educar a sus fieras.
*
Gabriel es una persona activa, como activas son Carmela, Gabriela, Gloria o sus padres, pero no le pesa ese pretendido estatismo que le permite dar de comer a sus hijas. No sabe muy bien por qué, pero en cuanto sube a la butaca y clava su mirada en el edificio de enfrente, el hormigueo que le obliga a moverse cesa y una calma infinita se apodera de él. Escucha las conversaciones de la gente, no hay cabida para el estrés, ni para los pensamientos negativos, y simplemente se concentra en la respiración y en el tintineo que augura el cambio, el movimiento pausado. Además, si el tiempo acompaña, le gusta ver a los turistas haciéndole fotos; se imagina inmortalizado para siempre en frigoríficos de vidas ajenas, en marcos de fotos de casas lejanas, y de una manera tremendamente tonta, se sienta un poco viajero él también. Si no se excede en las horas, llega incluso de buen humor a casa. Y por eso no entiende que sea malo en su trabajo si, en realidad, lo disfruta bastante. Si no fuese por los ojos, que se le ponen rojos a los pocos minutos de empezar su jornada haciéndole pestañear, cree que sería bastante bueno y que no se vería obligado a escuchar tan a menudo los comentarios ácidos de sus críticos más sinceros: los niños. Los niños que, con esa mala educación disfrazada de espontaneidad, son capaces de romper más corazones que la guapa de la clase. Los niños que, con su superioridad moral y su nula tendencia al disimulo, pueden pisotear las ilusiones del Nobel de turno relegándolo a un oscuro segundo plano. Los niños que, sin proponérselo, pueden doblegar la voluntad de la gorda del patio, minar la autoestima del afeminado y llenar de inseguridad al que está un poco menos mimado. Los niños que, Gabriel no se explica cómo, tienen el poder de transformar un día azul en un día gris con solo pronunciarlo: «Se ha movido, que lo he visto, qué malo».
Por suerte, hoy no ha sido uno de esos días. Por la noche Gabriel vuelve a casa de bastante buen humor porque, con el puente, la ciudad se ha llenado de turistas y de todos es bien sabido que la gente está mucho más dispuesta a dar cuando el trabajo es la última de las preocupaciones. Abre la puerta y un olor a coliflor requemada le golpea en la nariz, y sonríe para sí mismo pensando en lo mucho que le enternece que Carmela, pese a todo, siga intentando cocinar para la familia. Desde que la conoce le ama, y desde que ella empezó a amarle a él, sabe que no es capaz de cocinar sin terminar destrozando los ingredientes, pero eso no hace sino añadirle encanto, un encanto que se acentúa cuando ella finge no darse cuenta de sus despistes. Ella se gira nada más pasar el umbral de la cocina para mirarle con cara de circunstancias sabiendo que, una vez más, lo ha vuelto a hacer:
-Sí, no digas nada…
-Huele desde el portal.
-¡Que no digas nada, joder, que ya lo sé!- y los dos se empiezan a reír, él abiertamente sin un ápice de maldad, ella porque es inevitable no seguirle contagiada. Carmela está apoyada sobre el fregadero poniendo todo su esfuerzo en rascar la costra de coliflor pegada a la fuente de cristal, y Gabriel no puede evitar notar que su mujer, con el paso de los años, está cada vez más buena.
-Quita, tonto, ahora no, que están las niñas ahí…-, pero los dos saben, perfectamente, que el tono de voz la delata y, sin poder evitarlo, la cena se retrasa otra media hora larga.
-Mamá, ¿por qué tienes la cara manchada de blanco?-, le dice Gloria. Carmela mira a Gabriel, sonríe y le dice a su hija que es porque papá le ha dado muchos besos al volver a trabajar y le ha manchado de blanco con la pintura de su cara. Gloria baja la cabeza hacia el plato de sopa de sobre y no añade nada, come en silencio, concentrada, pensando en esas cosas a las que Carmela, por más que lo intenta, no tiene acceso. Gabriela, que solo tiene un año, chapotea con las manos en el puré y, de fondo, se oye el tono de voz monocorde que un presentador de noticias imprime en los hechos importantes del día. Un día normal y corriente en la vida de los Muérez, un día anodino, sin ningún sobresalto, en el que todos se muestran satisfechos de que la vida prosiga como debe, sin contrastes, sin comparaciones, sin recuerdos de tiempos pasados, sin grandes ambiciones. Pero mientras se pone el pijama y se lava los dientes, mientras su madre la tapa y le da el beso de buenas noches, mientras apaga la luz y hasta que se duerme, Gloria sigue pensando en la última vez que ella se manchó de blanco, y por más que se esfuerza e intenta recordar, pareciera que aquel día nunca existió, de tan lejano que resulta.