Viajar a Moscú

25 enero 2016

Sus hijos, sus nietos y seguramente todo aquel que se cruzase con él en el metro no entendían por qué insistía en arramplar con todo cada vez que iba a Fitur. Cada año, sin faltar nunca a su cita, acudía a la feria y volvía a casa cargado de llaveros, gorras, bolígrafos, posters, camisetas, pines, panfletos, abanicos… A pasos cortos, conseguía llevar más bolsas de las que su maltrecho cuerpo moldeado por sol y por el viento podía cargar, pero en su mirada una sonrisa satisfecha desafiaba a las personas que lo veían como un viejo extravagante sin ningún tipo de mesura.

Nunca le dio explicaciones a nadie, sabía que no le interesaba. Le importaba bien poco que lo que la gente pudiese pensar al verle llegar al stand con el ansia de un sediento en un oasis. Podría haberse ahorrado el espectáculo, podría haber sido simplemente un tranquilo visitante que pasa por allí con un interés distante, por pasar el rato, “porque ya sabes que los jubilados ya no tenemos nada que hacer”. En cambio, prefería perderse en los pasillos y, amparándose en aquella sinvergonzonería de la que solo se benefician niños y ancianos, meter cosas en bolsas sin moderación ninguna.

Él esperaba todo el año a que llegase febrero solo para regalarse esa visita por su cumpleaños y no podía pararse a pensar en lo que otros pudiesen ver tras sus ansias por llevárselo todo. Al fin y al cabo, Fitur era ya la única manera que tenía de viajar a Moscú, y si algo todavía pueden hacer los jubilados es imaginar cómo habría sido de haber podido satisfacer un deseo.

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