No hay nada nuevo que ver

27 marzo 2015

La miro aquí tumbada a mi lado, llena de arrugas ahora que se ha desmaquillado, con ese camisón que deja casi al descubierto las tetas caídas y termino por apartar la mirada. Aquí no hay nada nuevo que ver. Está leyendo un libro que debe ser amargo o triste, porque tiene el código de barras más marcado que normalmente y el entrecejo aún más fruncido que cuando se enfada conmigo, algo que, por cierto, ocurre a menudo últimamente.

Poco antes de dormirme, sonrío pensando en ellos.

Tampoco la miro cuando se despierta y se va corriendo al baño. Ya no tiene ni la decencia de cerrar la puerta. Supongo que aquí ya no hay nada de lo que avergonzarse. Luego desayunamos en silencio, porque tampoco hay nada nuevo que decirse.

Pienso de nuevo en ellos cuando me sirvo el café y sonrío, imaginándoles en pleno desayuno en nuestra casa de Santander. Probablemente guardarán también en silencio sin apenas mirarse, cada uno pensando en su achaque particular. «Luego les llamo», me digo.

De camino al trabajo, imagino cómo se habrá despedido mi madre de mi padre al salir a hacer la compra. Seguramente no le haya dicho nada, simplemente haya agarrado el carrito y, con los pasitos cortos que la definen desde hace tiempo, haya cerrado la puerta tras de sí. Yo a mi mujer sí le he dado un beso en la mejilla, un gesto que me ha devuelto al aire acompañado de una oleada del perfume que le regalé la pasada Navidad. Mis padres ya no se perfuman, pero siguen manteniendo su higiene. Yo casi nunca me arreglo, total aquí ya no hay nada que mantener.

Esa noche les llamo y sonrío al comprobar que siguen bien. Concretamos el viaje y, cuando cuelgo, mi mujer ni me pregunta, porque aquí no hay nada nuevo que saber. Cenamos tranquilamente las croquetas que le salen tan ricas y nos echamos unas risas frente a la tele antes de ir a dormir. Le digo, antes de apagar la luz, que tengo ganas de ir, y pienso que tengo ganas de ir para seguir comprobando que el tiempo se ha aposentado en sus arrugas y desciende con suavidad, hasta que llegue la hora de hacer ese viaje que ambos se resisten a emprender.

Al día siguiente cogemos el coche mi mujer y yo y vamos a celebrar el nonagésimo cuarto cumpleaños de mi padre, que tiene la bendición de celebrarlo tan solo unas semanas antes que el nonagésimo segundo de mi madre. Y, como cada año en los últimos veinte, calibraré la suerte de ser testigo de esas vidas compartidas y seguiré deseando despertarme a su lado para seguir horrorizándome con las arrugas en su cara y sus tetas caídas. Al fin y al cabo, es un espectáculo en declive que espero continuar presenciando con las mismas pocas ganas durante muchos más años, para tener algo nuevo que ver.

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