Una noche en Verona

22 enero 2015

Le mira desde que despertó hace una hora y sigue sin poder creer que esté así, a su lado. Está más guapo que nunca y le sorprende que tenga la piel tan blanca, siendo veronés. Nadie que ella conozca tiene ese tono de piel; le llamó la atención nada más conocerlo, sobre todo por el contraste con los ojos y el pelo tan oscuros. Le pasa la mano por la cabeza y se echa a temblar al notar lo fría que tiene la frente.

Recostado sobre la cama tiene la expresión serena y parece que se esté echando una siesta. Por un momento, se confunde y piensa que cuando despierte le preguntará qué ha soñado; le encanta preguntárselo a la gente porque ella rara vez recuerda sus sueños. A él, en cambio, no ha podido preguntárselo porque no llegaron a dormirse bajo la misma sábana.

Las lágrimas que hasta hace poco se apretaban en su garganta ruedan ahora calientes hasta estrellarse contra el cuello de su camisola. Con determinación, se convence de que no falta mucho para que ese dolor tan intenso se diluya en la oscuridad de un sueño eterno, y se deshace de la rabia que siente. De lo que no consigue deshacerse es del miedo atroz por lo que espera a la vuelta de la esquina.

Julieta destapa el frasco y, cogiéndole su mano inerte, hace cuenta del contenido, respondiendo a esa pasión juvenil que rara vez nos permite calibrar las consecuencias de nuestros actos. Tumbándose a su lado, se serena ya del todo y dejar de atormentarse por haber fingido abandonarlo.

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